Los dos eran amigos y lo compartieron casi todo en el Madrid tardofranquista. Libros, Novias, Periódicos, Columnas. Ahora Raúl es el ruído de la calle y en sus artículos se puede escuchar el sonido de su prosa "embarnecida de argots y de pequeños detalles que vivifican todo lo que dice".
Cronista de la gloria
RAÚL DEL POZO, 2000
Madrid, leprosería de otoño, rosa sucia en la estepa, aquella tribu urbana que quiso tomar el cielo con palabras de Pasionaria y guitarras de Paco Ibáñez, es la geografía, la placenta, el contorno, la mancha de Francisco Umbral. Se sabe con memoria de mollatero el nombre y el sonido de las fuentes. «En Antón Martín todavía quedaba una fuente pública, con grifo manante, latonero. Es el agua de los borrachos, de los picados, los negros».
Madrid es su sitio, su Oeste, su Norte, su brújula como lo fue de Larra. Es el cronista de la gloria, de los motines de la libertad, de las vanidades, de los gatos. Madrid, moneda verdinosa, comida de prestamistas y concejales, de las buhardillas que tienen un geranio orinado por Quevedo y una antena de televisión. Madrid es una gran vagina donde tomaba café, el ámbito de su hechicería verbal, su odisea de ninfas y cuchillos.
Dice Hierro que el que entra en sus libros se siente como el que entra en una discoteca. Fue el narrador de los días color de Historia cuando Cibeles es el corazón inmenso y habitado de una ciudad muerta. «El coche de la lámina elegante y misteriosa, los caballos negros la nave de la muerte varada. El final de la Utopía», cuando los pasotas, los queridos pasotas de Tierno, despedían al profesor desde las farolas fernandinas y los árboles.
«Madrid, vieja capital de un orbe fantasma, sabe vestir estos momentos históricos». Fue narrador del entierro de Franco. El caballo tras el cortejo pasó por Las Rozas, carretera de La Coruña, hacia el Valle de los Caídos. Fue el relator del día que llegaron los Rolling al Vicente Calderón. «Las camisetas como idiomas, las cintas en el pelo. Los tejanos cortados de las chicas, ah el gran friso de los muslos como caballos jóvenes esperando a la salida».
Entré con él en el bar de las Cortes y lo escribe así. «El primer día que entré allí como dando una vuelta al ruedo, del brazo de Raúl del Pozo, me dijo: "Entrar contigo aquí es como entrar con Marylin Monroe"». Le conocí en el Café Gijón. Me prestó una amante y un trabajo en Eurofoto, de fotógrafos italianos, para hacer reportajes sobre perros de la madre de Fabiola. Lo hizo para recordar el gesto de Baudelaire. No hace nada si no vale para una crónica. Estuve con él en el entierro de Ruano, donde dice que yo dije: «"No lo pasaremos tan bien hasta que muera Azorín"».
Le he visto aparecer como si viniera del Olimpo en las mañanas de noviembre con grandeza de nubes. Tomaba chivas con optalidones. Desde Travesía de Madrid, obra de ritmo y prosa deslumbrantes, pasando por la Plaza de Oriente, armón de Franco, colas para ver al caudillo muerto, hasta Madrid, 650, la gran novela del inconsciente de Madrid, la ciudad de los motines ha sido el hilo de su vida y de su obra.
Para Umbral sólo nació Madrid y Umbral para ella. «Cuando Francisco Umbral llegó a Madrid procedente de Valladolid, recién casado, apuesto de esqueleto y vestido con altanera elegancia, todos supimos que acababa de irrumpir en la capital un escritor de raza» (Félix Grande) «Traía», sigue Grande, «un hambre de venganza. Traía bulimia de carne de mujer». Le conocimos pobre y dandi, blanquísimo y delgado por las pensiones de olor a gato lumpen, donde el sexo era para él el último reducto de la libertad humana. Todos han escrito de Madrid, pero él la descubre como un ángel que llegara.
Artículos, artículos, artículos. Novelas, novelas, novelas. En Madrid ha gastado sus ojos, su solidaridad de forajido, su polla. «Una forma de autodestrucción», escribía en Mortal y rosa, «he hecho algunos libros y haré más, atraído por el vértigo de la inutilidad. Ya que no he tenido valor para destruir mi vida, voy a destruir mi obra, a fragmentar en artículos dispersos lo que pudiera haber sido un todo completo». Se equivocaba. Artículo a artículo, ha llegado a la cresta literaria.
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