Esto fue lo que le dijo Umbral a Eduardo Martínez Rico en su libro de conversaciones cuando le preguntó por el artículo "La mañana" escrito en 1955:
"Mi primer artículo fue «La mañana», en una revista que se llamaba Arco, título muy falangista. «La mañana», que era el despertar de la ciudad. Como yo me levantaba muy temprano para ir al banco, veía cómo la ciudad despertaba, abrían las tiendas, empezaba el tráfico, que era poco, pero muchas bicicletas, algunos coches, los carros de los traperos… Todos los días, todas las mañanas veía aquello, y me gustaba. Hice un artículo sobre eso, con un verso de Jorge Guillén que decía: «Todo lo inventa el rayo de la aurora». Puse la cita de Guillén debajo del título. Se quedaron acojonados los amigos, los chicos de la revista, acojonados, porque yo era el más joven de ellos y además no era universitario. «Joder, pero cómo vienen pegando los chicos, los jóvenes, pero bueno, ¿pero esto lo has escrito tú?». Y yo: «Sí». «¿Pero y qué has hecho, y cuándo lo has preparado?». «No, yo me he puesto a la máquina, yo es que escribo así». «Esto es perfecto». Yo, es verdad, empecé siendo perfecto, en cuanto a escritura perfecto, empecé siendo perfecto".
La mañana
FRANCISCO UMBRAL, 1955
«Todo lo inventa el rayo de la aurora»
J.G.
FRANCISCO UMBRAL, 1955
«Todo lo inventa el rayo de la aurora»
J.G.
Entre todos iban trayendo el día, le iban logrando –claridad informe– con su labor, con su esfuerzo, con su clamor innumerable. Habitaban voluntariamente la mañana, colonizaban el día virgen. Recobraban el mundo, recobraban su mundo, ya ciudad.
Todo se congregaba ya, se comunicaba, bajo el gran cielo amanecido, y un alto viento abanderaba el día. Fluían calles raudas en clara dispersión. En todos los recodos de silencio había ya un presentimiento de mundo circundante y transitado.
Lentas sirenas violentaban el aire, le tensaban, llamando angustiosamente a una epopeya de futuros, enardeciendo para un heroísmo colosal e incógnito. El cielo, abultado de nubes blancas y grises, desplomado y sombrío, era todo él como un enorme presagio. A intervalos, el sol se abría sobre las calles, poniendo un amanecer en cada fachada. Luego, el vasto retroceso de la luz dejaba al mundo desolado y sin colores.
El día se extendía a la redonda en la gran plaza, desbordaba las calles, viajaba en claros autobuses, se exaltaba en bocinas, entre la luz y la sombra, nublado y despejado, de cara al viento húmedo.
En la larga avenida de árboles, la vida tenía un despertar dorado y tenue, con luz trémula en los balcones y en los charcos de la calle. Había por el suelo claras hojas caídas, como el rastro de una devastación lenta y melancólica. De pronto, el sol lo alumbraba todo, lo llenaba todo, revelaba los pájaros de cada árbol y dejaba la mañana de par en par.
Después, la luz volvía a aminorarse poco a poco, y el día se quedaba entornado, en medios tonos y medias voces, respirando un aroma mañanero y distante.
Arriba, la lenta emigración del cielo. Nubes y viento. Todo iba pasando frente al sol, incoloro y frío, ocultándose y haciéndole reaparecer. Abajo, la ferviente diversidad de la vida; la rotación de las calles y las plazas; caos sin alarma; ventanas; un mercado de fruta, oloroso, colmado, vocinglero; el trabajo de todos, fiesta sin querer; las frentes y los brazos; compás de la ciudad, mundo habitado, inaugurado día…
En el horizonte, vagamente coloreado, tras las últimas torres, hacia el cielo, todavía le guardaba a la mañana un ámbito puro, recién amanecido y en suspenso, inhabitado, intacto.”
Publicado en la Revista "Arco" en Noviembre de 1955 por FRANCISCO UMBRAL.
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