sábado, 9 de enero de 2016

Cuento: Tatuaje



Un viaje en tren al encuentro con su madre convaleciente en una ciudad de cristal y luz. 


Tatuaje
FRANCISCO UMBRAL, 1990

El vino en un barco de nombre extranjero, lo encontré en un puerto al atardecer y en su voz amarga, y en mi voz amarga e infantil había la tristeza alegre, que se llevaba el viento de la ventanilla, del primer viaje en tren, que era como los caballos del cine, galopar en una del Oeste, era un tren, era un tren, pero no era un tren, sino una traílla de caballos negros, jóvenes y veloces, todos envueltos en humo (también echan humo los caballos cuando corren, o eso parece), o quizá una diligencia como las de las pelis, también, tirada por cien caballos negros, siempre negros, alegres y desmandados, la velocidad como descubrimiento del mundo, resulta que el mundo no era el parado domingo perpetuo de mi ciudad, sino una cosa girante y desvariante, una celeridad de campos y ráfagas, de paisajes y cielos, de pueblos y campanarios, ya nos lo habían dicho en el colegio, que la tierra da vueltas, pero yo no creí nunca que tan de prisa, o sea que nunca me había parado a pensarlo, quizá mi ciudad, lenta, fría y soleada, era lo único que se estaba quieto en el mundo, un triste apeadero de la vida, porque la vida es ferrocarril, acabo de descubrirlo, acababa de descubrirlo, y alguien tocaba él vino en un barco, o sea tatuaje, en el vagón de aquel tren, un tren lleno de soldados y muertos y madres y guitarras, un tren que olía a carbonilla y velocidad, a enfermedad y retaguardia, no sé.

Lo encontré en un puerto al atardecer, etcétera, y en su voz amarga había la tristeza doliente y cansada del acordeón, era una música de viejas y soldados, la tía Maru me decía que no me asomase tanto, no te asomes tanto a la ventanilla, niño, te vas a caer, si es que lleva medio cuerpo fuera, la criatura, y entonces yo me sentía más hombre, más jinete de todos aquellos caballos negros, duros y centelleantes, hechos de paisaje y velocidad, era como montar varios a la vez, o saltar de uno en otro, como en el Oeste, sí, más el piafar ronco y feliz, largo y desgarrador, del tren al pasar los pueblos, partiendo el campo en dos, partiendo la tarde en dos, dejando cada pueblecito dormido y pardo roto en dos mitades, como con un río de cielo y carbón pasando por en medio, la tía Maru me tiró la cazadora (me la había hecho ella misma) para que me sentase a merendar, y allí, sentado en el banco de tablas, mi vida volvía a ser una realidad de ancianos y ventanillas, reses y muertos, mujeres grandes y soldados, un sol de humanidad pintada y viajera, viva y merendadora, muerta y esperanzada, cuando el blanco faro sobre los veleros su beso de plata dejaba caer.

La tía Maru era como todas las tías Marus, tenía permanente rubia, sortijas de pobre en sus manos de modista y un reloj de pulsera que había sido de mi madre, porque mi madre, siempre más elegante y más joven y moderna que la tía Maru, o sea su hermana, le iba dejando heredar cosas en vida, relojes que se le pasaban de moda, pamelas que se le pasaban de color zapatos que se iban cansando de bailar, hasta que mi madre, o sea mamá, empezó a tener décimas y escupir sangre, sólo un poco, y a quedarse algunos días en la cama, que a eso íbamos ahora a la otra ciudad, donde estaba convaleciendo con mi abuela, a verla, a buscarla, mira mi pecho tatuado con este nombre de mujer, y si la encuentras, marinero, el bocadillo era de tortilla de patata, con mucha patata, y de postre una onza de chocolate, como toda la vida, pero ahora era un chocolate de cacahuetes, de sabor más barato, pero que también me gustaba, mayormente porque había casi olvidado el sabor duro y suntuoso, el dulce y oscuro sabor elgorriaga, el perfume elgorriaga y negro del chocolate de antes.

Parado el tren en alguna estación de agosto, toda de sol y hierro feo, vacía y con olor a saco, parado yo dentro del parón del tren, éramos una quietud metida en otra, sucesivas quietudes que me ahogaban ¿estaría yo del pecho, como mamá? La quietud de la tarde, la quietud de la estación, la quietud del tren, la quietud del vagón y mi propia quietud, unas dentro de otras, como algunos juegos de muñecas, mi prima Cuco tenía uno, yo era la quietud más pequeña, el muñeco más pequeño, el final triste y soso del juego, y entonces me venía el dolor de mamá, su imagen, su perfume violeta, su amor, y aquel tren, con tantas paradas, no iba a llegar nunca a aquella ciudad alta y fría, de cristal y luz, me habían dicho o había imaginando yo, donde ella se curaba el alma. Y voy pasando lentamente de mostrador en mostrador, la tía Maru, que merendaba piñones y uvas, repetía en susurro la canción que llegaba como de los últimos vagones del tren, la vieja historia de mi amor, y se me quitaban las ganas de merendar, el mundo volvía a estar parado, el mundo ya no era ferrocarril, sino el water estrecho y sucio del vagón, con olor a Dios y mierda, el chorro de agua sosa, con sabor a tiempo y a fregadero, que yo bebía a morro para pasar la merienda sin ganas y la pena pequeña y dura de mi alma, me quitaba la cazadora, me quedaba en alma y camiseta, pero era igual, seguía doliendo, aquello sólo se pasaba subiéndose otra vez a los corceles locos y amistosos de la velocidad, y así en cada estación.

Ella me quiso y me ha olvidado, en cambio yo no la olvidé y, para siempre voy marcado con este nombre de mujer, mamá era una aparición luminosa y cambiante en los espejismos del viaje, yo veía en la velocidad la mamá anterior, la de toda la vida, la que había dejado atrás, y esto me estorbaba para ver a la mamá en cuya busca iba, íbamos, iba aquel tren lanzado otra vez a toda velocidad, desbocado y desgañitado, ¿quién dijo que los trenes de la postguerra eran lentos?, él vino en un barco de nombre extranjero, otra vez yo en la ventanilla de un tren extranjero, seguramente alemán, viendo como el paisaje de pinares negros y campos de oro se iba habitando por una avanzada de chopos inesperados y altísimos, por unos primeros pobladores de la meseta, que eran los álamos blancos, como ángeles con las alas juntas, a punto de alzar el vuelo, y otros más desplegados, como relicarios de oro verde y luces y hojas que temblaban, cintilaban y cantaban en los remansos del cielo, en los sotos amenos que la velocidad dejaba atrás como el pensamiento deja atrás el día de ayer, porque viajábamos a través del tiempo, que es como se viaja siempre, tardes sucesivas, días sucesivos, veranos sucesivos, unos ciegos de oro, otros en un sueño verde, otros llenos de una tranquilidad violeta, la vida es ferrocarril, me parece que ya lo he dicho, y el ferrocarril no cruza distancias, sino mundos, épocas, estaciones del año, por eso volvía yo una y otra vez a la ventanilla, y luego, un poco herido en el pecho por el viento, me senté junto a la tía Maru y ella iba leyendo una revista que le había dejado una señora mayor y yo iba muchas veces al wáter a beber agua sin sed, a orinar sin ganas, a mirarme en el espejo enfermo y roto, y me veía aventurero, en camiseta y con el pelo revuelto por la velocidad como lo revuelve el cine.

Al pasar entre la gente oía los diálogos de los muertos con los vivos, los muertos son muy conversadores, o rascaba en la cabeza a una vaca, o enredaba mis manos en los vellones de una cabra que volvía la cabeza para mirarme como una señorita distinguida, altiva y un poco ofendida, era casi la mirada de mama, ella me quiso y me ha olvidado, en cambio yo no la olvidé, pues usted dirá lo que quiera, pero esta guerra la tenían que haber ganado los alemanes y nos habrían echado una mano, que mejor estaríamos, y no viajando en estos trenes de mierda, los alemanes han ayudado poco, tenían que haber ayudado más y mandarnos mucha mantequilla y muchos revólveres, a Franco dice que le han prometido industria pesada y salchichas de Francfurt, pero aquí seguimos con esta mortadela de mierda, que dice que la hacen con rojos, y en estos trenes que no corren nada, ¿cuántas horas llevamos de viaje? a mí me parece que ha pasado un mes desde que salimos de casa esta mañana, menos mal que ahora han salido más minas de carbón por Asturias y por ahí, hasta por León, dicen, claro que se lo quedarán todo los estraperlistas y tendrá una que seguir arreglándose con el picón y los ovoides, dice que hemos ganado la guerra, sí, pero no le veo yo el mérito, si seguimos lo mismo, o peor que antes, los muertos jugaban al mus sobre una pequeña mesa de cocina que habían puesto entre las rodillas de todos, y pegaban esos gritos que se pegan al mus, órdago a la grande, a lo mejor en el mus no se dice órdago a la grande, yo entonces no conocía bien el mus, ni ahora tampoco, pero los muertos se divertían mucho con sus naipes, eran los que más gritaban, y los soldados les pasaban una bota de vino que hacían ronda de muertos y no les duraba nada, esto de la muerte es que da mucha sed, usted no sabe, y era un largo y claro hilo de vino rosa, dorado, negro y brillante, con toda la luz de la larga tarde de verano pasando por la hebra, me hubiera gustado beber aquello, aunque no me gustaba el vino ni me permitían tomarlo, pero es que hubiera sido como beberse el paisaje, el tiempo, la luz, y no el agua del water, el agua del grifo, sosa y ferroviaria, que la bebía sin sed, ya digo, y se me quedaba en la tripa como un charco asqueroso lleno de renacuajos, como aquellos fondos de gran copa de piedra con agua de lluvia y renacuajos que veíamos en la finca del señor Felipe, cuando las excursiones, los domingos, yo me asomaba a una de aquellas grandes copas, empinándome, y como la luz del cielo ya era roja, los renacuajos parecían demonios coleteando entre el fuego, una visión del infierno que no me gustaba nada y que me quitó para siempre, sin saberlo, el miedo al infierno que me habían metido en la escuela, yo nunca iba a ser un renacuajo en el fondo de un agua en llamas, ¿acaso es que se vuelve uno renacuajo cuando se muere?, el alma no puede ser que sea un renacuajo, y el alma es lo que dicen que va al infierno, en casa había visto muchos muertos, porque en casa se moría todo el mundo, la tía Algadefina, el abuelo Cayo, alguna criada vieja, y de muertos estaban muy dignos y hasta guapos, mejor que de vivos, pero ahora los renacuajos no los tenían en el alma, sino en la barriga.

La tía Maru se había dormido con la revista de la otra señora en el regazo. Al lado de la otra señora había una mujer muy mayor, lo menos dieciocho años, y muy hermosa, con el escote en forma de barco (se le veía un poco la raja) y las rodillas fuertes y esbeltas, en unas medias brillantes. Comía mandarinas y me llegaba su olor a mandarina y axilas negras. A punto estuve de ir al water a resolver mis urgencias amorosas, pero decían que ya estábamos llegando y, efectivamente, el paisaje de amenos sotos con álamos viajaba muy lento.

La estación era como la de mi ciudad, grande y vacía, y olía también a esparto y multitud, aunque no había ninguna multitud. Me entró la duda metafísica y decepcionante de que a lo mejor el mundo era una cosa que estaba repetida, que todas las estaciones y todas las ciudades y todos los colegios eran iguales (con los años resolvería que sí). La ciudad, efectivamente, era otra vez la mía, con más sol y menos calor, y con otra música, Pienso ahora que estas viejas ciudades son grandes caracolas de secano a las que hay que aplicar el oído para distinguir la música de cada una. A la puerta de la estación estaba el Portu, una especie de mendigo-criado del que yo sabía por las cartas de la abuela y de mamá. El Portu, vestido como un pobre medieval, cargó con el baúl familiar sin mayor esfuerzo, y anduvimos tras él, por las calles anchas y estrechas, por las calles de sol y sombra, y a mí, que lo miraba todo, me parecía que aquello era como si mi ciudad se hubiese disfrazado de otra, como cuando las personas se ponen antifaz, pero se les conoce igual.

El Portu iba doblándose cada vez un poco más, a medida que caminábamos, y nos gritaba sin volverse, desde detrás del baúl, que ya quedaba poco. Era como un hombre gritando detrás de una montaña. Tenía acento gallego y comprendí que, naturalmente, por eso le llamaban el Portu, porque era gallego. La calle y la casa eran corrientes y en el primer piso, izquierda, vivían mamá y la abuela. Todos los balcones y puertas estaban abiertos, de modo que el piso tenía mucha luz y así como una alegría triste de sanatorio. La abuela Leonisa, alta, grave y con dos trenzas blancas de colegiala (sus eternas trenzas, a los noventa años, o los que fuesen), me apretó la cabeza contra su vientre y luego se puso a hablar con la tía Maru de las vicisitudes del viaje, que la tía Maru se lo contaba todo cosa por cosa, yo no sé cómo podía haberse enterado de tanto, si había viajado durmiendo o leyendo la mayor parte del tiempo. Estábamos allí, en mitad de las corrientes de un aire limpio y muy fino, que eran corrientes de luz tanto como de aire, y no parecía que hubiésemos hecho aquel viaje alrededor del mundo para ver a mamá, quizá no querían hablar de su estado delante de mí.

Los muebles eran viejos y negros, pero aquella luz lo alegraba todo, y entonces me acordé de la ciudad de cristal y luz que alguien me había dicho, quizás mamá en una carta, porque mamá era un poco poeta. Yo movía la cabeza en todas direcciones buscando el cuarto de mama, y comprendí que era uno grande que había al fondo, iluminado por el cielo como un altar de la tarde, de aquella eterna tarde que empezaba a dar miedo, de tan larga. Corrí hacia la luz, pero la abuela Leonisa me detuvo, espera, no puedes besarla todavía, ya sabes que lo suyo se contagia, sobre todo a los niños, además, ahora está durmiendo, pero ha mejorado mucho y está deseando verte, me puse a pasear por el pasillo en dirección contraria, como estrategia para luego poder llegar, en mi paseo aburrido, al otro extremo del pasillo, donde el Portu, sentado en el baúl, sólo por oírle el acento, y mientras secaba sus sudores medievales, le pregunté algo, sólo por oírle acento, y mientras hablaba vi un armario de luna, grande y viejo, inclinado como a punto de caer, barnizado de marrón y con molduras como de barro. En la gran luna un poco rajada por arriba se reflejaba el cuarto de mamá, un deslumbramiento de claridad, y la blanca cama y la cabeza de ella, que me pareció haber visto ayer mismo, y había pasado un año, sobre la almohada, de lado, dormida, de medio perfil, el que le sacaban tan guapa en las fotos, me acerqué despacio al armario y besé el espejo a la altura de la cabeza de mamá, era como besar a una mamá de plata, fría y hermosísima, y entonces ella, al beso, lentamente, dulcemente, abrió los ojos y me vio.

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