miércoles, 11 de mayo de 2016

Feliz cumpleaños



¡Feliz Cumpleaños! 

Hoy, 11 de Mayo de 2016 Francisco Umbral hubiese cumplido 84 años escribiendo una columna incendiaria contra sí mismo y además en alejandrinos.


¡¡¡ Viva "la prosa sonajero" de Pacumbral !!!

sábado, 2 de abril de 2016

Desde siempre




En algún pasaje de “Mis paraísos artificiales”, la soledad inmensa del escritor ante esa carga que lleva sobre los hombros, y que le impide abandonar la vigilancia reflexiva de su máscara, se convierte en un grito de perplejidad y angustia: 

«¿Qué es eso que desde siempre nos gira dentro del pecho, siguiendo el curso de la luz, para morir cada noche y renacer cada mañana?». 

Estos son los mejores momentos de Umbral, aquellos en los que el hombre concreto aparece al descubierto en su fracaso vital. Su soledad, decía, es ilimitada, y como una especie de velo invisible le aísla de los vivientes. En los momentos de crisis a los que alude acaba creyéndose un muerto entre los muertos; de ahí su excepcional facultad para la autodestrucción y también sus llamadas de auxilio. No es narcisismo: es el grito de un corazón que aspira inútilmente a la vida.


Del libro: "Francisco Umbral. El frío de una vida" de Anna Cabal

Libro: Los botines blancos de piqué




Libro: Obra Poética





Libro: Amado Siglo XX




viernes, 1 de abril de 2016

Abril




Tres variaciones sobre el mes de Abril que Francisco Umbral escribió en su libro: "Mortal y rosa". Palabras sombrías de miedo y pavor y al mismo tiempo de plenitud y asombro. 



ABRIL. Abril es una huella encharcada en la hierba. Abril es una niña devorada por los tallos. La cintura escueta de las muchachas remite a no sé qué mundo de esbeltez. De dónde vienen las muchachas, ciudadanas de una música. No es posible que sólo para la reproducción y la fecundidad disponga así sus armas la especie, afile sus filos la naturaleza. Cuerpos forjados para algo más, raíz pura del cabello, cosecha par de los senos, álamo de la cintura, sosiego leve de las caderas, velocidad de las largas piernas. De dónde vienen, cada abril, las huestes femeninas y ligeras, qué paraíso traen entre todas, adónde van. Una esbeltez perdida y errante por el universo, se recuerda en ellas. Algo que la humanidad no ha conocido. Abril, espuma verde bajo los pies breves de mi hijo, cadera femenina del mundo, costado pálido, idioma salvaje de la lluvia, lenguaje de todas las primaveras, caligrafía torrencial que deja dicho en el aire el secreto simple del universo. Abril, esfuerzo de la luz hacia la dicha, verdor a pesar de todo, mano infantil que se abre de golpe, llena de cosas claras, un mar errático por el cielo. Abril le opone su único color verde a la muerte. Sencillo como una barca, como una lanza, como un hijo, abril ignora mi dolor, se mece entre las frondas de la muerte, propaga una sola tinta, una sola palabra indescifrable y verde, y no escucha, porque no tiene oídos, mi queja. Abril, palabra de lluvia y flauta que también en otros idiomas —april— suena llena de atriles, añiles, perejiles. ¿Qué es lo que abre abril?

A mí —ay— ya no me abre nada, ni me cierra.

Abril, pozo verde lleno de doncellas ahogadas que tejen el lino de las profundidades y suspiran a la luna en las noches de coito. Abril, pájaro claro que se envenena de lirios en los charcos del cielo. Sauce vivo, ciprés alegre con un esqueleto dentro. Mueble en el tejado, con espejos de nube, oros del alba y volutas tiernas. Abril, callejón de la lluvia de donde viene un perfume oscuro y fino de jardín que ya no está, de mano cortada, de niña orinando.

Abril canta,
pisa, crece, toca un violín apagado,
se sube a todas las tapias,
descuelga cosas del cielo,
muerde una fruta verde
y se baña desnudo,
desnuda,
en la corriente helada del pavor.

Abril. Página sólo escrita por el perfume silvestre del papel. Un automóvil abandonado tiene hierba entre las ruedas. La revista hojeada huele a lluvia confortable. La muchacha nunca sabrá que la clave de su belleza está en ese quiebro de la luz que hunde su espalda y levanta su grupa, y yo nunca sabré que mi pelo cambia de color a medida que hablo, a medida que escribo, y que los incendios se suceden en mi cabeza mientras pienso en una chica desnuda o construyo palabras que coinciden, sólo por azar primaveral, con las palabras del diccionario.

El niño entre las niñas. Carolina, de belleza cerrada y tensa. Yolanda, esponjosa en su sonrisa y en sus ojos. Mariona impenetrable como una fruta. María José, flor sin nombre ni color, mínima y sonriente como una pequeña tristeza. El niño entre las niñas, feliz.



Cap. XXVII (págs 187-188) 5 Secuencias
de "Mortal y rosa" (1975) de Francisco Umbral

jueves, 24 de marzo de 2016

Metáforas nocturnas




Hay un sobrante de oro que ilumina las horas
y un sobrante de tiempo que entristece la vida,
hay una lenta prórroga de la nada en la nada,
por donde vago absorto,
sin autobiografía.
Me he salido del mundo, me he salido
del cielo,
he salido a los campos para tocar lo neutro
y paseo entre los árboles rojos de la mañana
tan desnudo de historia como el mar del otoño.

FRANCISCO UMBRAL, 1976

Entrevista a Umbral, 1972




En 1972 Francisco Umbral iniciaba el ciclo "las novelas de la infancia" con "Memorias de un niño de derechas", un libro donde Umbral ya es Umbral. En esta entrevista una desconocida Rosa Montero lo define como "autocrítico, contradictorio y vergonzoso". Ella era la musa, la Mafalda progre del tardofranquismo.



Revista “Destino”, 24 de Junio de 1972

Francisco Umbral: Memorias de un niño de derechas

ROSA MONTERO

Le pudimos ver hace unos días firmando ejemplares en nuestra mesetaria y capitalina Feria del Libro, sonriendo amablemente a enlutadas señoras y a caballeros correctos que le estrechaban la mano con calor, asegurando: “Somos grandes admiradores suyos, don Francisco”. A Umbral, sin embargo, todo este folklore ferial le viene un poco grande. O un poco chico, según se mire. Le veo allí, en el rincón de la caseta, con sus sandalias frailuno-hippies, de tiras cruzadas, sus cabellos lacios y largos, capturados discreta y ordenadamente tras las orejas, y sus gafas de miope más bien tímido, manejando con aire azorado su último volumen y sintiendo una especie de autovergüenza indeterminada, autovergüenza de stand, de felicitación y apretón de manos. Autovergüenza, quizá, de ser todo un escritor. Umbral ha hecho novelas y ensayos. Umbral hace mucho periodismo. Y ahora ha escrito “Memorias de un niño de derechas”. 

¿Qué es este libro? 

No es una biografía ni una novela. Tengo curiosidad por saber cómo la van a clasificar los críticos. 

Umbral posee una especie de sana y malévola alegría casi infantil para salirse de las pautas prefijadas de comportamiento, ser realmente auténtico y hacer lo que le venga en gana. 

He decidido últimamente no hacer más que lo que de verdad me apetezca. 

En esto es un ultrarrecontracontestario. No sólo se salió hace años de las normas de la sociedad establecida, sino que ahora, por evolución propia, ha roto con muchas cosas. Puede irrumpir en una reunión “in” con una tarta completamente “out”, para invitar a todo el mundo, y así, a pastelazo limpio, Umbral ha llegado, rizando el rizo, a firmar ejemplares de sus libros en la feria. “Memorias de un niño de derechas” es lo que el crítico denominará una obra deliciosa, ágil, fresca, despreocupada, informal, divertida, frívola y trascendente, que es lo bueno. En ella se narran, de una forma desordenada y casi coloquial los recuerdos de toda una generación, la de los llamados niños de la guerra. 

De modo, Umbral, que fuiste un niño de derechas. 

Si. Pasé la guerra en Valladolid.

Y ahora ¿qué eres? 

A lo mejor, leyéndome se sabe. 

Umbral tiene treinta y siete años, pero incluso físicamente todavía conserva algo de adolescente ruboroso, por mucho que se obstine en hablar de las etapas que ha quemado, de las ilusiones que ha perdido. Francisco Umbral es una especie de niño terrible, sin ser niño ni ser terrible; mas bordeando a veces ambas cosas. 

Y ¿por qué estas memorias generacionales? 

Verás, llevaba bastante tiempo buscando un género nuevo. Creo que todo escritor debe inventarse su propio género. Cada día estoy más desengañado de las clasificaciones tradicionales. La novela argumental, tal y como se ha entendido hasta ahora, es “un compromiso burgués”, como diría Sartre del hombre todo. Como género, me parece menos burgués el ensayo, sin que esto tenga nada que ver con los contenidos, claro. Hay muchas novelas que me aburren insoportablemente. Así, he llegado, y creo que se llega casi siempre, a escribir lo que le viene a uno a la cabeza, sin un compromiso formal determinado. De modo que ahora se me ha ocurrido echar mano de eso que todo escritor utiliza alguna vez en su vida: las memorias de la infancia. Pensé en hacer la inevitable autobiografía en primera persona, pero luego me pareció que sería más interesante para el lector encontrarse con unas memorias generacionales. Bueno, la verdad es que el libro me ha salido así, escrito en plural, sin saber muy bien por qué. 

Los niños de nuestra última guerra eran todos de derechas, “porque éramos los verdaderos niños. Los otros, los de la zona roja, debían ser unos pequeños endriagos indefensos”, según dice Umbral en las páginas del libro. 

Sí, estoy contento con estas “Memorias”, porque creo que se trata, quizá, de mi libro más natural, más espontáneo, más fresco y directo. Eso que Juan Ramón llamaba sus “borradores salvajes”. Sólo que él los tiraba y yo los publico.

¿Qué quieren que les cuente del niño de derechas? Si una fuese un docto crítico literario les hablaría de las cualidades estéticas y formales, de la prosa brillante y fluida del joven autor, de la agudeza e ingeniosa ironía de las descripciones, de la lograda amenidad de tan encantador libro, pero una a lo más que llega es a decirles que las “Memorias” son un tanto cachondas. 

Y ¿cuándo ya hayas contado toda tu vida? 

Nunca se acaba de contar una vida. En todo caso, creo que siempre escribiré, en el futuro, en este mismo tono, huyendo de todo formalismo, repitiéndome, sin principio ni fin, entre el estilismo y el terrorismo, anárquicamente, petardeando los géneros establecidos, y que están mucho más vigentes y rígidos de lo que quieren hacernos creer los vanguardistas de oposición a cátedra. 

¡Ah!, porque, eso sí, el niño de derechas, paradójicamente, es un anarquista de mucho cuidado. Tan pronto habla de los jerseis a rombos de Auxilio Social como de las queridas de rubio pelaje o la Rita-Gilda escandalosa, liviana y escarnecida de los moralistas, o de Manolete, el mayor torero de derechas, o del Coyote, el café- café, el café no café, el café sin café, el mercado negro, los Abastos, no me beses con descaro que nos multa Romojaro, y la merluza, la Piquer, arriba con el tiruriruri, abajo con el tiruriruri, y que en Sevilla hay una casa y en la casa una ventana y en la ventana una niña a la que luego el rio falaz coge y se la lleva, ayayayay, cómo se la lleva el río, ayayayay, niña de mi corazón, con razón tenía celos de él, niña de mi corazón, matarile, rile, ron.

Pienso que además he conseguido que parezca a veces que habla un niño. 

Francisco Umbral, para escribir este libro, ha sido un niño desde la altura de sus treinta y siete años. Un niño mañana tras mañana, ante su máquina de escribir, temprano. Suele trabajar constante, todos los días, a primera hora, que es cuando estoy más despejado. Nada de arrebatos de inspiración o momentos fulgurantes y sagrados del creador. Umbral se levanta todos los días, se desayuna, agarra su maquinita, y, ¡hale!, a escribir tranquila, pulida y ordenadamente. La época de la musa ferviente la ha superado hace mucho, mucho tiempo. 

Me divierte escribir, me gusta mucho. 

Quizá por ello lo hace de forma tan abundante. Sus artículos están en todas partes. Y luego, con una regularidad asombrosa, se van publicando (y vendiendo, que es más difícil) sus nuevos libros. Le gusta el dulce, la paz, la vida sencilla, contra lo que puedan suponer algunos de sus lectores, que le imaginan sumido en las más desenfrenadas orgías. 

Hubo un tiempo en que creía en esas cosas. Ahora me acuesto temprano, si puedo. Hay que levantarse a escribir al alba, como Azorín. La inspiración es haber dormido bien. El estilo es el hombre, pero el hombre que ha dormido ocho o diez horas. 

Autocrítico, delicado, riguroso, contradictorio, honesto, individualista, vergonzoso, ex niño de derechas, ex joven malvado, no fuma, ni bebe, ni conduce. Se levanta temprano y escribe. El resto (todo lo demás que se dice de él) es literatura.  

miércoles, 23 de marzo de 2016

Novelas & Autores




"Ya se sabe que las novelas suelen ser mejores que los escritores, sobre todo si son autores de talento". 



La frase es de la escritora Rosa Montero y sirve para varios autores que admiramos por haber escrito algunos libros, que por algún motivo nos marcaron y nos envenaron con sus palabras. Me vienen a la cabeza algunos títulos y algunos escritores. Poesía, novela, cuentos, ensayos, realismo mágico y realismo sucio, poesía de la experiencia y autoficción. El género o la etiqueta es lo de menos. Imagino que lo importante debe ser lo que nos contaron o tal vez lo que se han callado para siempre.

A propósito ¿qué estaba haciendo en la foto el Señor Umbral con las alas abiertas y el traje marrón claro de los domingos?

sábado, 5 de marzo de 2016

Columna: Eugenio D´Ors




Dejo aquí la última columna publicada por Umbral en el periódico El Mundo. Era Julio de 2007 y apenas un mes después los lectores se quedaban sin los placeres y los días del cronista lírico, canalla y diletante. 


El Mundo, Sábado 28 de Julio de 2007

LOS PLACERES Y LOS DIAS: 

Eugenio d'Ors

FRANCISCO UMBRAL


En aquel tiempo, por Madrid, los escritores iban de escritores por la calle, porque había una cultura general y viandante como había una pintura visible y catalogable. Ahora, si quieres conocer una verdadera cultura tienes que irte al fútbol. En el fútbol en seguida se aprende algo y los más eruditos recurren al Marca. Es cuando en los tranvías se oye decir al obreraje: «Pásate, macho, el Marca con las alineaciones».

Don Eugenio d'Ors había venido de Cuba a hospedarse directamente en la calle de Sacramento, pasando de largo por Cataluña, adonde dejó una señorita enamorada y nunca vista, que se llamó Teresa, conocida y desconocida en las Ramblas como la Bien Plantada. Teresa era más famosa en Barcelona que en Madrid. Un día fui a comprar un libro de D'Ors y me lo pusieron caro. Cuando le protesté al quiosquero, me dijo: «¿Caro por una peseta? Si lo supiera don Eugenio». Naturalmente, me llevé a casa el libro, que más que libro era un cuaderno de aquellos de Novelas y cuentos, que se habían vendido mucho cuando la guerra y luego los chicos seguimos vendiendo cuando la posguerra, que fue una época muy cultivada y muy dorsiana. Metido don Eugenio en el bochinche de los armados, un admirador le dijo en el café, aludiendo a su uniforme espectacular: «Se ve que le gustan a usted los uniformes, maestro». Y replica D'Ors: «Me gustan los uniformes siempre que sean multiformes».

El ingenio de D'Ors era más madrileño que catalán, y su talento pensante también. Así que no le costó nada ambientarse en Madrid, donde se le podía encontrar, en el Museo del Prado, de cinco a ocho, viviendo sus Tres horas en el Museo del Prado, yendo sin parar de sala en sala, visita que también explicaba, porque este catalán genial lo explicaba todo.

Las marquesas le invitaban a dar conferencias en su palacio solamente por ver cómo se vestía, que solía hacerlo a juego con el tema conferenciado. Así, para hablar de Goethe, se disfrazó de Goethe. En sus conferencias no se sabía qué atraía más, si la palabra o la aparición, porque lo suyo eran apariciones. Podemos decir que D'Ors promovió gloriosamente la cultura verbal de la época e hizo que esa cultura cobrase prestigio por un solo hombre y todos los que le imitaban. D'Ors no tuvo competencia de Ortega hasta mucho después, cuando ya se había retirado a su ermita marinera de la costa catalana, adonde subía y bajaba los pisos según la voluntad de su difícil escalera.

Al quiosquero a quien le compré el libro de Novelas y cuentos, reseñado aquí, le compraría yo más tarde “Oceanografía del tedio”, que es su libro más sugestivo y gratuito, libro ni de izquierdas ni de derechas sino arte por el arte, prosa pura que no se somete a la jerga de los periódicos sino al juego y el hallazgo que luego sí han inventado otros escritores.

Agotados sus hallazgos barrocos de última hora, tuvo que inventarse una hora penúltima de los que llamó indalianos, que tenían tanto de Dalí como del propio D'Ors. Porque D'Ors, perseguidor de vanguardias, como el propio Dalí, y ahí está la crisolinfa paladiana, o sea un surrealismo dorsiano del que conservamos viva memoria adolescente. Toda guerra promueve genios.

Odiadores: Gregorio Morán




Gregorio Morán, el resentido mandarín de las polémicas se despacha a gusto con una sabatina intempestiva e insidiosa contra el periodismo y la literatura de Umbral, Premio Cervantes, año 2000.


La Vanguardia, Sábado 28 abril 2001 

SABATINAS INTEMPESTIVAS 
Un gañán literario

GREGORIO MORÁN

Sucedió en febrero del año de gracia de 1905. La España, zaragatera o triste, se emocionó de pronto ante lo más inesperado que podría haberle ocurrido a un país donde se leía poco y se sufría mucho. Don José Echegaray, autor famosísimo de dramas inconmensurables con cuyos títulos se hacía leyenda –“O locura o santidad”, “El gran Galeoto”–, pelotillero de todos los gobiernos en un siglo abundante en cambios, ministro del Fomento y de la Hacienda, ingeniero de Caminos, jefe del Banco de España, autoridad indiscutida en definitiva, había conseguido con alguna ayudita oficial el premio Nobel de Literatura. Del Rey abajo ninguno se quedó sin el pálpito patriótico. Un español de bien recibía el cuarto premio Nobel de la literatura universal. Instituciones, gremios, personalidades todas, se inclinaron ante el prohombre. Todos, lo que se dice todos, no. Un puñadito de escritores bisoños, tachados de envidiosos y resentidos, publicaron un manifiesto de protesta y denuncia. El viejo Echegaray representaba todo lo que de fantasmagórico y falaz tenía la España de la Restauración y su literatura. Aquellos debeladores de la estupidez ambiente se llamaban Unamuno, Baroja, Azorín, los dos Machado, Valle-Inclán, Ramiro de Maeztu y hasta Rubén Darío. Del futuro de la literatura española sólo se negó Jacinto Benavente, que sería recompensado años más tarde con otro Nobel. 

Es curioso que hoy, cuando a Echegaray no lo leen ni los especialistas, y cuando la literatura de la época se reduce a sus denunciadores de entonces, este manifiesto rupturista con lo establecido y su representante apenas sea recogido en las comineras historias de la literatura española. No había nada personal, Echegaray era al parecer excelente persona, algo inclinado a la adulación, lo que facilita mucho el éxito, y a él se debían ayudas capitales en la carrera de Clarín, de Valle-Inclán y de otros; su traducción de “Terra baixa” fue la canónica en castellano durante muchos años, quizá para compensar que a Ángel Guimerá no le dieran el Nobel en compañía de Federico Mistral, como a él. 

No pude menos de recordar esto cuando contemplé a Francisco Umbral vestido de pingüino diciendo unas cosas que ruborizarían a cualquiera que no hubiera perdido el rubor aun antes que la virginidad; porque pertenezco a una generación que, salvo la experiencia sexual que nos llegó tardía, el resto de las virginidades las fuimos perdiendo apenas nos destetaron. “España es un compromiso guerrero por afirmarse, por difundirse, por existir; por cumplir sus pasiones imposibles...”. Este tipo de prosa, heredera de Echegaray, la vitaminaron aquellos chicos de la camisa “que tú bordaste en rojo ayer”. De la cuadrilla de Sánchez Mazas, el fino, y Giménez Caballero, el basto. Apesta a azulete y naftalina. “Don Quijote es la metáfora de España... España se inventa pasiones para sobrevivirse... La pasión de América, la pasión del Imperio, la pasión de Europa, la pasión del mundo mueven Españas y nos ponen a la cabeza del siglo.” Ahí queda eso, chicos, para que sepáis distinguir las voces de los ecos. 

A mí me es indiferente que a Francisco Umbral le den el premio Cervantes o el de las Artes y las Letras o de Educación y Descanso o la Cruz de San Jorge. Lo que no me es indiferente es que un tipo que escribe una prosa más ajada y chamarilera que la de sus maestros, César González Ruano y el charlista levantino Federico García Sanchiz, pase por modelo de literatura con el silencio cómplice de todos nosotros. Si esta literatura umbraliana es la que corresponde a nuestro momento histórico, verdaderamente estamos en una época como para avergonzarse. Es prosa de caracol que va dejando su babilla en el portal de fulanito, que es amigo suyo y está bien colocado, y su desdén a aquel otro que no le baila el agua y que un día le hizo un parrafito de reproche. Es un mosquetero perillán con florete de plástico para asustar a las señoras capitalinas, ¡ay, Paco, qué cosas tienes!, ¡le admiro, Umbral, por su audacia léxica!, ¡maestro inventor de vocablos!... La verdad es que resulta patético que al final la literatura española del nacimiento del siglo XXI tenga que cargar con esta morralla de los años del cólera. El Rey se ha referido a su obra citando en primer lugar “Larra, anatomía de un dandy”, que es un libro recomendable para descubrir dónde nació tal jeta de la pluma que escribe sobre algo que no sabe ni se ha tomado la molestia de mirar, y cerró el apartado bibliográfico con “Mortal y rosa”, un texto en verdad mortal y rosa cadmio. Los reyes no leen más que aquello que les hacen leer y luego pasa lo que pasa. Quizá sea mejor, porque al abuelo del actual le gustaba, dicen, Echegaray, sobre todo cuando lo representaban María Guerrero y Rafael Calvo. 

En Umbral todo es falso, hasta el apellido. Francisco Pérez Martínez, nacido en la Inclusa de Madrid el 12 de mayo de 1932. Esa obsesión burguesa de joven con hambre y ambición. “España es un país de clases medias, también en lo intelectual, y con ellas pacta el escritor o el artista por conveniencia, supervivencia y acomodo.” Ni idea. Escribe de oídas y no es hombre de gusto musical, desafina cuando se apropia de una melodía que no es suya y que no sabe interpretar. Otra cosa muy distinta hubiera sido este país de haber tenido clases medias dignas de tal nombre, y por supuesto hasta fechas muy recientes se podía decir cualquier cosa menos que el escritor o el artista pactara con ellas. 

Él sí que es un producto típico de la España periodística del franquismo, que no era “media” sino “mediocre”, que a veces no es lo mismo. Residuos de la historia de las sedicentes clases medias provincianas a la conquista de Madrid, el Madrid funcionarial del fin del estraperlo, los garbanzos abundantes, la paella los domingos, una tapa de callos en La Latina y el paseo por la Carrera de San Jerónimo tras una croqueta en Lhardy si hace bueno, y un caldito si sopla Guadarrama. Yo alcancé a ver a González Ruano sentado en la mesa del Teide, o a lo mejor lo soñé, porque dado que en Madrid no había entonces Museo de Cera no era fácil detectar si se trataba de reproducciones o eran los originales. Para mí, como para los que estaban en mi mundo, eran los putrefactos. Los mismos que bautizaron Lorca, Buñuel y compañía, unas décadas antes. 

Miren, sin ánimo de ofender pero para darles una pista a quienes no están en esto de la prosa y el embuste, el estilo de Umbral es el que generacionalmente cristaliza en el vespertino “Pueblo”. Hay una generación que se forma, es un decir, en aquel diario de la tarde que dirigía el ínclito intelectual Emilio Romero –tuvo todos los premios culturales que se concedían en la época, incluido el Planeta, y aún no sé si está vivo o cría malvas, pero bien merecería un homenaje de sus desperdigados discípulos–. Era eso que se denominaba entonces un “maestro de periodistas”. Unas gafas con talento, que diría un castizo. Le conocí ya en la decadencia, y hasta en la maldad que derrochaba mostraba inteligencia. Él fue el auténtico “maître à penser” de todos esos que ahora citan a Heidegger o a Sartre con desdén de conocedores. Emilio Romero, Jesús Fueyo y Torcuato Fernández Miranda son la trinidad espiritual de una época inolvidable. Bueno, pues esa generación cuando llegó la transición avanzada, es decir, con Franco en el hoyo y Suárez en el bollo, descubrió a Santiago Carrillo. Fue un flechazo. 

Ocurrió en una casa alquilada de la calle de Atocha cuando el secretario general del PCE se apareció a los gentiles. Si mal no recuerdo, allá por diciembre de 1976. Corrió el rumor como la pólvora. Acababa de llegar a Madrid, clandestinamente y con peluca, un hombre que había tomado la talla de Stalin en directo, que trató con familiaridad a Togliatti, que se tuteaba con Ceausescu, que sabía los secretos de la Pasionaria, que había aprendido a tomar Sauternes en París y que fue de los últimos en tragar el caviar a cucharadas. Una generación periodística pasó de Emilio Romero a Santiago Carrillo, entre otras cosas porque pensaban que él representaba el futuro. 

¿Y qué debemos hacer? ¿Callarnos? ¿Consumir la bilis cotidiana en prosa alambicada de periódico? ¿O asumir que nos tilden de restos de un naufragio, residuos resentidos y envidiosos? A estas alturas de mi vida me es indiferente. No sé cuánto tiempo podré seguir escribiendo, ni dónde. Porque vivimos tiempos muy buenos para la lírica y no tanto para la épica, la ética y la estética, y por eso me produce bascas pensar que unos bribones se apoderan impunemente de aquel que fue un derrotado de la vida, cuyo nombre no deberá ser pronunciado jamás en vano. Cervantes. 

viernes, 4 de marzo de 2016

100 Entradas




100 Entradas que abren varias puertas a la escritura de Francisco Umbral.

Artículos, Reseñas, Frases, Poemas en prosa, Autorretratos, Musas y semifusas, Odiadores y Odiados... esa larga confusión poética y golfa que es el Periodismo y la Literatura del Señor Umbral y su prosa sonajero, metáforas deslumbrantes que iluminaban cada mañana la actualidad de Madriz, en los periódicos y en los libros que escribía cada verano, para no perder el tiempo haciendo turismo vacacional en Benidor.

Por ahí andan sus palabras desordenadas en páginas de internet, como ésta que estás leyendo ahora. Imagino que no le harán ninguna gracia, porque esto no se cobra y el único que sale ganando es el señor gúguel.

Obituario: Juan Cruz




El País, Miércoles, 29 de agosto de 2007

FALLECE EL CRONISTA IRREVERENTE

Imágenes de un solitario

JUAN CRUZ 


Hay una imagen en EL PAÍS tan antigua que en ella está José María Pemán, y en la que se ve a Francisco Umbral de rodillas hablando al oído del académico al que la edad le estaba enviando sus últimos mensajes. Era la foto del relevo. El columnista de un tiempo que se estaba venciendo, y que en cierto modo se iba con él, y el columnista que venía, con otros materiales y con distinta fiereza.

Esos materiales con los que venía Umbral eran los materiales de la transición, se los encontraba yendo a comprar el pan y el periódico y llenaban las negritas de las columnas que escribía. Era querido, temido y requerido, y ese poder que le dio la escritura, ganado con el pulso de una metáfora que hizo símbolo de lo que tocara, fue para él también como una reivindicación personal. A veces lo hizo a destiempo, pero cuando le salía el ramalazo fieramente vanidoso lo que estaba mostrando era en realidad el alma de un cuerpo herido por la biografía y por la historia.

Era un hombre agreste muchas veces, reaccionaba con el sable, pero tenía en el fondo de un corazón acentuado por la soberbia literaria el alma de un niño que nunca le abandonó del todo. Se diría que su amplia biografía, a la que le dio todas las vueltas que pudo, jamás pudo tocar el techo que él buscaba, a veces por pudor, a veces por el compromiso que los hombres pretenden sellar con el tiempo; pero el tiempo engaña siempre, nunca otorga la prórroga que promete, y lo cierto es que ese desgarramiento que siempre amanecía en sus libros más propios y más notables quedó pendiente tantas veces que a él mismo debió perturbarle no alcanzar esa cima.

Fue en Mortal y rosa, el libro verdaderamente desgarrador de la literatura autobiográfica española, donde Umbral dio lo mejor de esa memoria herida que lo habitó hasta el fin; ése fue el retrato de su hijo, muerto tan temprano, pero si ahora, con la distancia de hielo que produce el fin de una persona, ese libro se leyera pensando en Umbral, en el propio Umbral muerto, es posible que encontráramos en él las claves de lo que nunca pudo terminar de decir sobre sí mismo.

Un libro, una línea, cualquier palabra puesta en el lugar de la mejor fortuna, decía Borges, basta para considerar a un escritor como el autor de una gran obra literaria, y si eso es así y lo consideramos como un canon por el que juzgar la obra total de un literato, es verdad que Umbral se mereció muchas veces ese puesto que él buscó, también, con tanto ahínco. Cuando ganó, y mereció, el Premio Cervantes, me pareció verdaderamente mezquino lo que le dijo un allegado queriendo ser jocoso: "Nos costó más tu premio que el indulto de Liaño". Porque Umbral se merecía ese reconocimiento y nadie tenía derecho a ponerlo en la balanza de los favores patrios, aunque muchos se aprovecharon y tiraron de él para un lado o para otro, y en ese momento tiraron demasiado. Pero, en fin.

Umbral fue gran parte de su propio trabajo; repujó los materiales que tuvo a mano, pero cuando tuvo que hacer de sí mismo un espejo procuró dar el perfil de los que le precedieron en lo que para él era su estirpe: Byron, Larra, Baudelaire... No resistió las costuras de la prensa, aunque fuera fieramente periodístico en la búsqueda de esos materiales con los que se erigió en el columnista de una época.

Una de esas imágenes que conserva mi memoria es la de Umbral con una niña en sus hombros, caminando hacia un concierto de Ramoncín, en Vallecas. Ese mismo Umbral iría luego a un chiringuito a ponerse pringado de calamares fritos, que comía con las manos y con el abrigo puesto. Buscó ahí sus materiales, entre la gente, en medio de la fritanga, animado por un poder de observación que luego usaba, y para eso tenía autoridad literaria, como le daba la gana. La gente salía en su foco para salir en el retrato, y a veces él hacía sobresalir las negritas no sólo para complacer la sonrisa que recibía, sino para zaherirla; ese poder le dio certificado para glorificar y para molestar, y como suele suceder en los dos lances cometió aciertos e injusticias, y es lógico que cada uno recuerde lo que le hizo placer o daño en primer lugar.

Como dijo una vez Víctor García de la Concha, cuando a Umbral le dieron ese Cervantes que alguien le quiso vender como un parto extraliterario, "era un creador de lenguaje"; y lo buscó en la calle hasta que pudo, en la memoria y en la calle; no era, decía, sino el fruto de un diálogo callejero. Cuando ya no pudo y la calle se le hizo niebla, Umbral se ensimismó, sus columnas fueron más históricas que callejeras, y él mismo notó en ese pulso el maldito castigo del tiempo, contra el que luchó desde que era un chiquillo e iba a tomar cervezas en la plaza de Santa Ana para beber, por ejemplo, en el espíritu de Hemingway. Y empezó teniendo ese espíritu de Hemingway, o de otros maestros suyos, pero subyacía en su ánimo, y acaso la grosería de la vida no lo ha sabido ver bien, la melancolía herida de un Francis Scott Fitzgerald.

La última imagen que tengo de Umbral es, también, en el propio salón real en el que los Reyes recibían a los escritores; fue hace dos años: él acababa de pasar por la enfermedad más grave de las que tuvo y era de los pocos de aquella reunión que permaneció sentado, con María España, la elegante, atenta mirada que siempre le hizo falta. Como Pemán entonces, él sentado y sus contertulios agachando las rodillas. Con el humor con el que afrontó siempre los encuentros, como el dandi que quiso ser y que fue en los años pletóricos de su vida, hizo la broma de la posteridad ("No, aún no soy póstumo"), e hizo gala de una memoria que fue su principal aliento literario. Tenía entonces ya la palidez sólida en su rostro, una especie de trofeo que exhibía su misantropía, y su mirada, que había sido reparada por la cirugía, ya no podía ser físicamente la que fue, fragmentada en los mil pedazos de las viejas dioptrías.

La literatura




"Quizá la literatura sea desaparecer en la escritura y reaparecer, gloriosamente, al ser leído. Por eso no hay que hacer demasiado evidente el esfuerzo del pensamiento al escribir. Para no entorpecer la resurrección de la carne que glorifica al autor cuando es leído. Toda lectura tiene, por lo menos, este doble fondo. Hay una superficie de prosa, de ideas, y debajo, como una figura inmovilizada dentro del hielo, está el autor".

FRANCISCO UMBRAL

sábado, 20 de febrero de 2016

Columnas



:: C O L U M N A S ::

He aquí algunas "Columnas" de Francisco Umbral, periodismo literario atravesado por la actualidad.

Haz un CLICK en los títulos para descubrirlas:


La primera columna en El País de un snob llamado Francisco Umbral

02. Cómer, Joder, y Caminar (1989)
La primera columna en El Mundo de "Los placeres y los días"

03. Enero, frío, Dámaso
Una columna/obituario poética

04. Detener el aire
El atentado del 11M, absurdo y violento

05. La patria del hombre
El atentado del 11M, absurdo y violento

06. Ignacio Aldecoa
El recuerdo de las piernas finas del escritor

07. Martín Descalzo
Premio Mariano de Cavia (1990)

08. El trienio (1979)
Premio César González-Ruano

09. Julio Cortázar 
Una rara columna de Umbral dedicada al gran cronopio.

10. Eugenio D´Ors
Su última columna (publicada en El Mundo de Pedrojota)

Madrid




“Renunciar a Madrid sería renunciar a mí mismo. Nací en Marid, dato que aquí no interesa demasiado, pero, aunque hubiese nacido en Triana, creo que mi vocación sería Madrid, que tiene un poder aglutinador que lleva a la diabla, como si nada, pero que ahí está. En países tan centralizados como España y Francia, donde hay que triunfar es en la capital” 

(“Los cuadernos de Luis Vives”)

viernes, 19 de febrero de 2016

Libro: Trilogía de Madrid




Esta reseña de Raúl del Pozo está contaminada de "umbralismo" y las citas, greguerías, nombres propios y adjetivos utilizados son los síntomas más comunes de esta enfermedad transmitida por los periódicos de Madrid (golfa ciudad y personaje de ficción) donde escribía Umbral.


Trilogía de Madrid: Una greguería infinita 

Para conocer el espíritu «rumiante» de Madrid, nada mejor que volver a esta obra de culto, ahora con prólogo de Javier Villán 

RAUL DEL POZO

Hay un Madrid moro, un Madrid árabe o andaluz, un Madrid judío, un Madrid cristiano y godo, un Madrid republicano. «Todos esos Madrides no eran sucesivos, sino recurrentes, mareantes; esta es una ciudad rumiante, que está siempre rumiando en su pesebre de siglos». En Trilogía de Madrid se cuenta la historia de esta golfa ciudad, desde el Puente de los Franceses a la Manhattan de Cuzco. En un museo de cera que reviviera aparecen los escritores, los generales, los actores, los pintores, los toreros. Se inicia la fábula cuando el escritor novel llega con su maleta de carterista a la ciudad de la gloria, de la leña, los mangurrinos, los mariposas, la madera, la marela, y los manguis.

«La guerra civil del 36 fue la guerra entre un general de Africa y un crítico de arte, Don Manuel Azaña». Estamos ante la memoria total de Madrid. Para ir a Grecia ninguna persona solvente puede olvidar el libro de Durrell, Las islas griegas; nadie que llegue a Madrid en los próximos siglos, si es que llegara, olvidará Trilogía de Madrid, una autopsia, un friso pompeyano, escrito por uno de Valladolid que vino a incendiar una ciudad, cuya única industria es el poder y su comercio, la potestad de confirmar los mitos. Y el pirómano de provincias relata, con la delicadeza y la música de un ciego, la jet-set y la high-life, el tardofranquismo, la transición rubia, el fin de 40 años de gerontocracia, Francisco Franco en el ataúd de ruedas de neumático escoltado por la guardia mora, el entierro de César González Ruano y todos aquellos acontecimientos dignos de ser contados.

Para algunos la obra cumbre de Umbral es Mortal y rosa, para otros El hijo de Greta Garbo; tengo yo la secreta opinión de que Trilogía de Madrid, el himno de Madrid, la hidra de cemento, la ciudad darwiniana que selecciona al más apto o al más cabrón es una de sus obras cumbres, si no la cimera.

En esta epopeya de traperos y capas, académicos y putos, Madrid no es una geografía sino un personaje de ficción. Trilogía de Madrid no es memorialismo, ni refrito de sus genialidades diarias, sino una novela en la que el protagonista es Madrid y el antagonista un maldito que mea whisky Chivas aunque viva en el arroyo Abroñigal, con los gitanos y los cromañones.

He aquí la inconsciencia de un Joyce posmodernista que veía por los ojos de Juan Ramón a los niños pequeños muy de mañana, como en un carrito de helados pintados de blanco, como si el niño estuviese haciendo la primera comunión y comiéndose un helado de vainilla. El libro es una infinita greguería de Madrid. Madrid una forma de meterse las manos en los bolsillos y limpiarse los zapatos, un porrón de vino, una taberna taurina, no saber la diferencia entre esmoquin, chaqué y frac. Un Madrid que se inicia en el Puente de los Franceses y fluye hasta los 60, se refleja en la página y en el agua esquelética del río, «la mierda de la sierra, el oro del Club de Campo, el Hipódromo, el Pardo, el rebeco locuaz y silencioso, muerto a telerifle, las niñas de Serrano, las marquesas».

En este libro, Francisco Umbral completa su teoría del posfranquismo, de la literatura, del dandismo. Profanador de tumbas y mitos, dice cosas terribles de los escritores cuando coloca una guillotina en su máquina de escribir. Habla de la «dudosa lírica de Antonio Machado»; «Berceo, Balzac, Galdós, Baroja escriben mal, no pulsan el idioma ni son pulsados por él. Gustan a quienes no gustan de la literatura». De Miguel Hernández : «A mí no me iban ni su bondad, ni sus dramas de aldea»; «Bergamín, embohardilldo, perfileño y feo creyendo que con dar una vuelta a las palabras puede obtenerse una verdad».

Más que en otras obras de Umbral ésta es una lectura de su yo. Ve el pasado con crueldad, con lucidez, sin arrepentimiento. En él, la memoria es el estilo, el principio de su genio y al escribir su vida escribe la de todos los que llegaron de provincias, un «atardecer temulento, en un autocar gris y mareado de su propio motor...».


Referencia: El Mundo (La Esfera de los Libros), 1999

jueves, 18 de febrero de 2016

El frío




«El frío es más que el frío, el frío es lo que de enemistad tiene la vida para conmigo, el gesto hosco que me pone, una agresión repetida a lo largo de los años, serpiente de cristal, hoguera helada que me consume.» 

FRANCISCO UMBRAL



P.D: El cuadro es del pintor Modest Cuixart

martes, 16 de febrero de 2016

Autorretrato, 1965




Francisco Umbral es madrileño. Tiene treinta y un años y desde muy joven vive dedicado por entero a la literatura. Ha publicado numerosos relatos y obtenido diversos premios. Pero, hasta ahora, su labor más intensa, diseminada por toda la prensa y revistas nacionales, es la de articulista, crítico literario, y la de ensayista constreñido a las medidas del periodismo, que ha ejercido con agilidad, intención y buen estilo, y siempre en una línea de trascendente actualidad. La prosa de Umbral, narrativa o ensayística, es siempre sugestiva y madura.

viernes, 12 de febrero de 2016

Cuento: Como el lento crecer de la cutícula



Un detalle como las tijeras de cortar las uñas le sirve a Umbral para hablar de los niños de la guerra, de su madre, de Sofia Loren y del tiempo, pero recuerda que un cuento es un cuento. La vida es un obstinado y lento crecer de la cutícula.



Como el lento crecer de la cutícula
FRANCISCO UMBRAL
1.9.67.


Ahí están todavía las tijerinas ¬--siempre las hemos llamado en casa «las tijerinas»--, pues, naturalmente que están ahí, dentro del armarito del cuarto de baño, y en cualquier momento puedo utilizarlas --tan melladas ya, las pobres, tan usadas, tan vividas-- para cortarme un pelillo que se le ha escapado a la máquina de afeitar eléctrica --cabezas flotantes, cuchillas no sé qué y mucho cuento, pero a la hora de la verdad, siempre queda el rabo de la barba por desollar--, como cuando mamá las utilizaba para hacerse las uñas o para hacérmelas a mí.  

Y ya ha llovido.  

Soy un niño de la guerra. Somos los llamados niños de la guerra. Pero los niños de la guerra nos afeitamos ya la recia barba de cabezas de familia con maquinilla eléctrica americana o alemana, --las españolas, de risa, trepidan como tanques, y no es por derrotismo--, de modo que las cosas han cambiado y no es ya como cuando mamá, allá en la provincia, las cosas, la vida, al salir de misa, los domingos, se quedaba en la ventana, en el balcón, en el mirador, haciéndose las uñas con aquella manera suya de hacer las cosas, despacito y buena letra, «que el hacer bien las cosas importa más que hacerlas», leería yo luego en Antonio Machado (poesías completas, con un retrato hecho por un hermano del poeta; libro que papá debió regalarle a mamá cuando estaban en la época de regalarse libros, que luego ya la gente no ha vuelto a regalarse nada, como no sean regalos prácticos, de esos que dicen ahora, una camisa de lava y pon o unas medias indesmallables).  

Un cuento es un cuento. Pero lo de las tijerinas es de verdad, era de verdad. Mamá tenía sus cosas. Después de misa de doce, mientras escuchábamos las campanadas que llamaban a los de misa de una, estábamos en el balcón como en el mismísimo cielo, porque nosotros ya habíamos sido santificados por el cumplimiento dominical y las otras pobres gentes, en cambio, acudían presurosas a la iglesia, como con miedo de llegar tarde para salvarse. Porque ya se sabe que nadie quiere ir ni siquiera al purgatorio, sino derechamente al cielo, que es donde suenan las campanas de la parroquia, donde sonaban en los domingos azules --pero qué azul el de aquellas mañanas, como de cielo ya visto desde dentro-- de mi infancia, de mi adolescencia, no sé.
  
Despacito y buena letra, que el hacer bien las cosas importa más que hacerlas. Ella tenía unas manos ovales --ojivales, hubiera dicho el poeta, pero yo no soy poeta, aunque conozco algunos-- y blancas, no monjiles, no, sino casi enérgicas, para hacerse las uñas con las tijerinas, con las tijeritas, o para escribir cartas con la pluma estilográfica, aquella estilográfica de antes de la guerra que todavía seguía haciendo buena letra después de la guerra --una de las pocas cosas que sobrevivieron y no perdieron el pulso con los tiros--, de modo que todavía hoy, al cabo de los años, puedo revolver algunos papeles y encontrar su hermosa letra muerta, redonda, clara, un poco temblorosa ya hacia el final, en anotaciones, cuentas y documentos familiares, de esos que parecen más importantes, casi pergaminos, casi títulos nobiliarios, cuando el tiempo les pone inútil y pretenciosamente amarillos.
  
De vez en cuando, de tarde en tarde, cuando yo me dejaba, ella aprisionaba mis manos oscuras, peleadoras, rasguñadas, guerreras, heridas, y me hacía las uñas, después de un buen lavado. Y allí estaban mis dedos de jugar a las canicas, de disparar el tirador, mis manos gateadoras, mis pequeñas garras sucias y recién limpias, entre sus manos blancas, yaciendo, como un murciélago extrañamente acunado por dos palomas., Me cortaba las uñas con las tijerinas. Me las recortaba en forma semicircular, haciendo desaparecer las pequeñas almenas de picachos y mordeduras que las convertían en garras. Pero lo más delicado, lo más de ella, su obra de arte, era el irme recortando el lento crecer de la cutícula. Como el lento crecer de la cutícula; así crece el tiempo, así crece la vida, así pasan las cosas, sin que se note de un día para otro. Pero el lento crecer de la cutícula va ahogando, ocultando la hermosa media luna que había debajo, la hermosa media luna del nacimiento de la uña. Ahora, a los niños de la guerra nos hace las uñas una manicura de la Gran Vía, o de la peluquería del barrio, una manicura de esas que llevan la bata pequeña, lo cual las hace un poco hospicianas, que hospicianas provocativas, llenitas, no sé. Uno se siente más hombre que entonces porque se afeita con maquinilla eléctrica de cabezas flotantes la obstinada barba de cada día, y porque puede o no puede pagar a la manicura de la peluquería, que tiene sus chismes y sus palanganitas, y sus estiletes, y sus toallitas y sus tijeras, y sus limas, siempre dispuestos para cuando llega el cliente.
  
- ¿Ha visto usted la que han estrenado en el Capitol?  
- No, guapa; tengo poco tiempo para ir al cine últimamente.  
- Ustedes, los hombres, ya se sabe, el fútbol y de ahí no hay quien les saque.  
- ¿Y dices que es bonita la del Capitol?  
- Ay, a mí me ha chiflado. Claro que es por Richard Burton. Yo no me pierdo una de Richard Burton. O Barton, o como se diga. Porque mi novio, que tiene el peritaje, dice que se dice Barton. ¿Usted cree que se dice Burton o Barton?  
- Pues verás...  
- También, qué suerte, la Liz Taylor esa. Y que es más bien bajita. Claro que a guapa no hay otra. Ni la Loren, tan exagerada. Por eso se los lleva ella.  

No sé si se refiere ya a la Loren o a la otra, pero le digo que ella tiene un aire a la artista. 

- Pues tú tienes un aire a esa mujer...  
- ¿Yo? Quite usted para allá. Los hombres, siempre tan piropeadores. No hay un cliente que no me salga con una cosa así. Claro que las que tenemos novio formal. ..  

Y se queda tan calladita, no sé si sintiéndose por dentro Elizabeth Taylor o Sofía Loren. Y pienso que no estaría mal que me hiciera las uñas Elizabeth Taylor, o Sofía Loren. La una con sus manos menuditas, un poco gordezuelas, anilladas, manos de Cleopatra apócrifa; la otra, con sus manos grandes, morenas, teñidas aún por la sal y el viento de Nápoles. Me decido mentalmente a adoptar como manicura a Sofía Loren, mientras las manos obreras, cuidadas, un poco chatas, de la chica de la peluquería, van recortando y recortando el lento crecer de la cutícula, como cuando las manos de mi madre y mis manos de niño callejero o de niño enfermo, mis manos ya fuertes, ya nerviosas, o liliales y febriles, casi manos de niña --«vas a tener manos de mujer, sino fuera por los pelos»--, varoniles más tarde, con las uñas un poco grandes y la cutícula lenta, pero obstinada, que en tardes de soledad, en mañanas de olvido, en domingos sin madre, me recorto yo mismo, lentamente, nerviosamente, primero la mano izquierda utilizando la derecha, y luego viceversa. Creo que me manejo bien con ambas manos aunque siempre queda mejor la izquierda, claro, como que es la mejor atendida y la que menos trabaja, la que ha holgado en el bolsillo de la chaqueta, o del abrigo mientras la otra mano, la derecha abría puertas, hacía girar picaportes, escribía cartas, apuntaba números, estrechaba otras manos, acariciaba un pelo de mujer con amor o sin amor, pero siempre con devoción. ¡Ay!  
Los niños de la guerra se hicieron hombres, nos hicimos hombres, y me pregunto ahora para qué, por qué tanto esfuerzo, tantos días, tanta vida, tanto amor, tanto tabaco, tantos billetes de autobús, tantos cafés ni fríos ni calientes. Un hogar como miles, como millones de hogares, y en la pequeña repisa del pequeño armarito del pequeño cuarto de baño, las tijerinas de mamá, útiles todavía, inútiles siempre, con esa permanencia de los objetos, con sus dos aros un poco ovoidales para meter los dedos y sus filos ya mellados, suavizados, y una de las puntas más corto que la otra, ni siquiera rota, solamente gastada. La vida es un obstinado y lento crecer de la cutícula. ¿Nos pillará el día de la muerte con la cutícula recortada o con la cutícula crecida?
  
Lo que importaba, me digo, nos decimos, es que mamá tomase las tijeras, tomase mis manos y se dedicara a reparar estragos de toda la semana, huellas de canteras, rastros de guijarros, manchas de brea y de tinta. A recomponer aquellas manos, a dotarme otra vez de manos, cuando la no tan lenta ni darwiniana evolución de las especies me las había ido convirtiendo en garras en sólo una semana de escuela o de novillos, a la orilla del río o en los últimos barrios --chabolas y lagartos-- de la ciudad. Pero eso no puede volver. Mamá está muerta y todavía la crecerían un poco las límpidas uñas bajo la tierra, en las manos ovales (ojivales, vaya), con que ella escribía y escribía con su hermosa letra de muerta-viva. (Porque a los que ya están muertos, siempre les recordamos y les imaginamos ya como muertos-vivos, como vivos-muertos, igual que durante el sueño, cuando soñamos con ellos; y para qué decir que yo sueño mucho con mamá, casi todas las noches, y, en sueños, siempre está viva y muerta a la vez, qué cosas.)
  
- Pues le aconsejo que no deje de ver la del Capitol. Claro que a usted Richard Burton...  

Richard Burton. Preferiría que me hiciese las uñas Sofía Loren. Es una traición a mamá (los muertos son unos eternos traicionados), pero de verdad que me gustaría. En el cine me he fijado en sus manos. Tan largas, tan morenas, casi varoniles; pero no, nada de varoniles, sólo que grandes y un poco huesudas en los nudillos, como si llevase el esqueleto anillado, por dentro. En sus primeras películas, las del neorrealismo --los niños de la guerra, los niños de la guerra--, movía mucho las manos, las enseñaba mucho, las alzaba como crestas, a la manera napolitana. Ahora debe ser otra cosa. Más suave, más señora, pero las mismas manos delgadas y grandes de mujer etrusca. Qué perdidas, qué tontas, qué de oficinista mis manos en las suyas. Perdona, mamá... Esta manicura tampoco lo hace mal.
  
Pasa la vida, crecen los años, el tiempo le trabaja a uno por dentro, como el mar trabaja dentro de los ahogados. Todos somos náufragos en las aguas del tiempo, ese tiempo que einstenianamente no existe --cuánto hemos aprendido los niños de la guerra--, y que sólo es movimiento, puede reducirse enteramente a movimiento, a crecimiento, como el lento crecer de la cutícula. Por eso hace falta una mujer --aunque sólo sea la manicura de la Gran Vía, como tantas otras manícuras de la Gran Vía-- que nos recorte la cutícula y deje aparecer otra vez la hermosa media luna de la esperanza. Hace falta una mujer, que puedes ser tú, a quien no había citado hasta ahora, que puede ser incluso Sofía Loren. Que pudiera ser mamá, mejor que nadie. Pero por qué ponerse así. Sé que sólo tengo que ir al baño, tomar las pequeñas tijeras de entonces y ponerme yo mismo a la tarea.