sábado, 9 de enero de 2016

Autorretrato, 2003




Autorretrato
FRANCISCO UMBRAL, 2003

Escribir sobre la humanidad es escribir sobre un tejido deslizante, sobre una seda cambiante, porque no tenemos una sola vida sino que el mariposón de los 20 se torna luego en el accionista de los 40 o en el pequeño ahorrador de los 80 o la vieja con jilguero de los 90. Por eso, al llegar a este punto de esta serie, he comprendido con cierto patetismo que llegaba el momento de escribir sobre un esnob llamado Umbral.

De no ser yo un esnob no habría elegido esta raza humana para estudiarla y contarla. Sólo hacemos biografía de lo que en el fondo es autobiografía. Explicando a los demás nos explicamos a nosotros mismos. Bien, entendido esto, hay que dilucidar lo que yo tenga o no tenga de esnob. Mi primer rasgo de esnobismo lo recuerdo de aquellas mañanas de la escuela, cuando me peinaba con el pelo largo y me lo endurecía de jabón Lagarto. Era una manera de rebelión contra el flequillo y el quiqui, o la cabeza pelona que nos ponían a todos los chicos. Yo había visto que los hombres adultos, los hombres maduros, madurados por una guerra, se peinaban todos muy recio para atrás, muy liso, con raya o sin raya, pero muy tirante, y no digamos los toreros. En la clandestinidad de la madrugada, cuando yo me aseaba para ir al colegio, me hacía este peinado de hombre de la guerra e iba todo el camino, con el sol de espaldas, que proyectaba mi sombra en el asfalto, la sombra de una cabeza rotunda y madura de hombre hecho. No, desde luego, una cabeza de colegial. En los escaparates también me veía aquel peinado, que era el de los hombres de mi familia, y gustaba el infinito placer de pasar una mano por el peinado duro y fijo que era mi peinado de falso adulto. Luego, en el colegio, los otros chicos hacían cola para pasar una mano por mi pelo, tan duro y bruñido como un milagro. Yo no revelaba a nadie mi secreto, que era sencillamente el jabón Lagarto.

He aquí el origen de mi esnobismo, que se continuaba en unos pantalones, cortos por la ingle, pantalones que prolongaban la largura natural o antinatural de mis piernas, que eran el asombro de los castos y cautos carmelitas, y que me valió esta copla injusta de los compañeros: “Largo de patas y estrecho de culo, maricón seguro”. Yo estaba muy fijo y muy firme en mi cualidad de macho, de modo que no me inquietaba nada el pareado asonante, pero sí me halagaba el haber recibido la atención y hasta unos versos de los chicos del colegio. Más me hubiera halagado esta atención por parte de las chicas, que las había, pero la docencia de postguerra las mantenía invisibles y ajenas a mis evidentes encantos de galán precoz.

El jabón, el Lagarto y la cabeza cuidada o descuidada se han prolongado luego toda mi vida como constante de una atención excesiva a mi propia persona, pero en la ciudad había otros esnobs que iban, por ejemplo, de Eugenio d’Ors adolescente, como era el caso de Luis López Álvarez, secretario del Ateneo Literario a los 17 años, o de José Manuel Capuletti, entre García Lorca y el Camborio, con patillas de guitarrista flamenco, que luego pasearía por Manhattan su capa española como anuncio de la pintura lorquiana que él exhibía en una sala de Nueva York.

Quiere decirse que a mi esnobismo no le faltaron modelos locales, éstos y otros que omito, así Martín Abril, el González–Ruano de misa de una que teníamos en el periódico de la ciudad. Modelos que sirvieron para alentar mi adolescencia esnob y mi vocación literaria al mismo tiempo. Luego pasaría yo a los modelos del cine, como Cary Grant, hasta el punto de que mi madre me preguntó un día en una reunión social, ante mi deslumbramiento por la ropa masculina: “Hijo, ¿no serás tú un poco marica?” Mi madre estaba confundiendo mi fascinación por la ropa de Frutos, el mejor sastre de la ciudad, con una rarísima modalidad sexual. Así no había manera de entenderse. Si yo hubiese tenido dinero para vestirme como los cuatro que vestían bien en la ciudad, no habría habido equívocos con eso de los hombres. Yo quería aquellos trajes para gustar a las mujeres. Mi esnobismo era un donjuanismo, pero tardó muchos años en realizarse. Cuando consiguió vestir bien, descubrí al mismo tiempo que la ropa masculina no interesaba nada a las mujeres. Les interesaban más otras cosas.

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