El personaje Umbral, de mirada semicircular, cronista de sí mismo convirtió a todos en espejos y ellos le devolvieron su propia imagen. He aquí "una tercerita del Abc" del genial Fernán Gómez.
El cronista de sí mismo
FERNANDO FERNÁN GÓMEZ
UMBRAL es un personaje que él mismo se trazó hace años y al que ha conseguido transformar en realidad. Fue un apuesto muchacho de provincias, al que conocieron Stendhal y Balzac cuando llegó a Madrid-París, dispuesto a triunfar. Y lo consiguió. Esta realización del personaje elegido muchos se la proponen y pocos la alcanzan: por escasa ayuda de la casualidad, pero también por falta de autoseguridad, de tesón y de talentos. La noche en que Umbral llegó al Café Gijón yo no estaba allí. Pero esa primera noche, por magia de la literatura, de su amada literatura, se prolongó durante cerca de trescientas páginas y de varios libros y de algunos años. Y otro día cualquiera trajo para mí la primera noche en que vi entrar a Francisco Umbral en el Café Gijón. Al llegar, su mirada fue olímpica. No quiero decir que fuera despectiva. Se suele decir «desprecio olímpico» y no «amor olímpico», como si se diera por supuesto que aquellos dioses, hoy jubilados, no podían admirar a los humanos, cuando bastantes pruebas dieron de lo contrario. Digo, en el caso de Umbral, «mirada olímpica» porque, de estatura superior a la media de los que estábamos en el café, no sólo a la de los sentados a las mesas, sino a la de los que, de pie, alternábamos en la barra o en corrillos, paseó lentamente aquella mirada semicircular, de arriba abajo, con un aire que yo llamaría solemne y que quizá fuera el de una mirada curiosa, penetrante, fotográfica. La paseó de izquierda a derecha, desde la barra en la que por aquellos años solíamos reunimos «los del cine» hasta el extremo opuesto, hasta el rincón de los poetas, hacia el que se encaminó.
Al verle entrar tuve la impresión de que no había llegado un cualquiera, sino de que había llegado alguien, ese alguien que era Francisco Umbral, aunque entonces ni siquiera había empezado a serlo. Pregunté -creo recordar que a García Nieto-, y se me contestó que era un joven periodista que escribía muy bien.
No aquella noche en la que yo por primera vez le vi entrar, sino la noche en que llegó al Café Gijón, una de las cosas que atrajeron su atención fueron los espejos, los grandes espejos del local. En ellos quizá se vio aquella primera noche, y en otros muchos -espejos de Borges, de Levillier, en «La tienda de los espejos»; de la «Peluquería feliz», de Ramón Gómez de la Serna- no ha dejado de verse. Se ha visto también, como en espejos, en todas las personas a las que ha retratado en sus crónicas. Nos ha convertido a todos en espejos, y todos hemos devuelto (bien es verdad que algunos parcial y moderadamente), fragmentada, su propia imagen.
Parece que el cronista debería ser un hombre de aspecto casi transparente, invisible, con una mirada múltiple y fotográfica, pero que casi nunca fuera visto, para de ese modo poder ver mejor a los demás. No es éste el caso del cronista Umbral, ni ha pretendido que así fuera, pues desde sus primeras apariciones procuró que su aspecto fuera significante, aunque no se supiera significante de qué. Utilizó una elegancia indumentaria con toques de un dandismo por aquellos tiempos un tanto pasado de moda y que él contribuyó a actualizar. Este propósito de significarse, de destacar, de resultar señero -como habría dicho su denostado Azorín-, quizá pueda atribuirse a que este gran cronista pretendía desde sus inicios ser no sólo cronista de los demás y de su tiempo, sino cronista de sí mismo.
Profesores de literatura y comentaristas han hecho, y harán en el futuro, la crítica de su obra; pero como uno de los más destacados, él mismo: el cronista, novelista, periodista, poeta y crítico Francisco Umbral, que con frecuencia, en libros y artículos, declara sus predilecciones literarias, sus fuentes, y también sus aversiones. Va dejando piedrecitas o miguitas de pan, no para no perderse al regreso, que no ha pensado nunca en retroceder, sino para que los investigadores puedan llegar con facilidad a su origen. Al origen que él, como buen creador, sé ha creado. No sólo es uno de los personajes, casi siempre el principal, de su obra, incluso la periodística -pues buena parte de sus artículos son subjetivos y el autor aparece en ellos no como una abstracción, sino como un ser humano-, sino que en sus libros nos explica con minuciosidad cómo es el escritor Umbral, cómo trabaja, por qué; se dedica a esto, cómo ama casi obscenamente a sus máquinas de escribir. Es su biografiador -no escribo «biógrafo» porque este término en Suramérica significa «local de proyecciones cinematográficas», y estamos de cara al 92- su crítico, su analizador de textos, su propagandista. Puede parecer que con esto facilita la obra de los críticos, pero pienso yo que la dificulta, pues les desagradará la labor de simples amanuenses.
Cronista de sí mismo, en su obra aparece casi siempre en primera persona del singular, pero a pesar de ello, cuando hace crónica de sí mismo, se considera tan objeto como todos los demás, y de ahí le viene una de las facetas de su originalidad. En todo lo que de memorias tiene su obra -nunca de confesiones- no encontramos, hasta ahora, el matiz introspectivo que puede encontrarse, por poner ejemplos, en las de Amiel o Kierkegaard. No nos arrastra a las profundidades de su «vida interior ». En una ocasión nos recuerda que alguien dijo que lo de «vida interior» era un chiste. Se limita a pasar su mirada sobre sí mismo como la pasaría sobre cualquier otro cliente del café. Por eso, porque él parece mirarse a sí mismo como a los demás, al menos cuando nos da su automirada transformada en literatura, no podemos sospechar que a los demás nos mire con desprecio olímpico.
Ha elegido para transmitirnos lo que en la vida, en el mundo encuentra, una visión superficial, de cronista, no de crítico, y mucho menos de analista o de psicoanalista. No llega a lo profundo, no quiere llegar a lo profundo. Sabe que casi todas las profundidades que descubren en los seres humanos los escritores profundos o profundizadores suelen ser mentira, y que si son verdad, lo son por chiripa. Los novelistas psicólogos del pasado siglo y sus epígonos, que como lector me hechizan, me cautivan, quizá tuvieran derecho a profundizar, puesto que sus personajes, aunque más o menos inspirados en seres reales, eran transformados por ellos en entes de ficción, pasaban a ser de su propiedad, y, planteadas así las cosas, nadie les va a discutir. Si al fin y al cabo Vautrin, Valjean, el señor Grandet, la señora Bovary, Julián Sorel y la familia Karamazov no son más que trozos de Balzac, Hugo, Flaubert, Stendhal y Dostoievski, sus autores pueden profundizar todo lo que les apetezca; pero que un cronista o entrevistador de urgencia pretenda profundizar en mí, en Pitita, en Marta Sánchez o en Eleuterio por habernos visto unos cuantos días en el Café Gijón, en el Ritz, en una playa o en la cárcel es una osadía inútil.
El escritor Francisco Umbral llegó una noche al Gran Café de Gijón. Una de las cosas que atrajeron su atención a su llegada al café fueron los espejos. En ellos se vio aquella primera noche y en ellos no ha dejado de verse; y que se siga viendo por muchos años para felicidad de todos nosotros, los clientes, los espectadores y los personajes de su gran crónica, novela y vida.
Fuente: Abc, Lunes, 13 de Agosto de 1991
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