Elvira Lindo versus Francisco Umbral con un poco de resentimiento y una cierta adoración con reservas. La prosa sonajero no le agradaba a quien no aparecía citado en sus negritas. Umbral fue luminoso en aquel Madrid 1975, Madrid 1979. He aquí tres artículos que justifican esta "brillante" idea.
Madrid, 1975
ELVIRA LINDO, 2007
A Umbral le costó compartir espacio con aquel batallón de escritores que le nació a la democracia y que él llamaba, jocosamente, los 150 novelistas de Carmen Romero.
LA CARA DE UMBRAL en la primera página de este periódico es ya, sin titulares que la justifiquen, el mismo anuncio de su muerte. Umbral en primera página del periódico desde el que nos descubrió a tantos adolescentes indocumentados que las columnas podían ser otra cosa. Abro las páginas de éste y de otros diarios para encontrar en las necrológicas un rastro de mi propia juventud y encuentro una especie de vacío más moral que físico, como la premonición de que el tiempo no tendrá que esforzarse mucho por borrar su rastro. Pienso, con la egolatría cruel del lector, en lo que se va de mí en esta muerte, y veo pasar en procesión, llevando al muerto, mis 15, mis 16 años, aquel tiempo en el que la joven de barrio iba al centro haciendo el mismo viaje que el muchacho de pueblo cuando venía a la ciudad. Ahora ya no hay pardillos ni paletos, el concepto mismo está oculto tras el manto de la corrección política, y los jóvenes airados tienen la universidad al lado de la casa de su madre. Se ganó en comodidad, pero se perdió en literatura. De eso precisamente estaba construida la literatura de Umbral -el hombre que cambiaba vergonzantemente los datos primeros de su biografía-, de la peripecia del chico de provincias que conquista la gran ciudad valiéndose de rabia, trabajo y una especie de resentimiento social que se le quedó enquistado toda su vida.
Leo los recuerdos que sobre él se escriben y encuentro una especie de frialdad indisimulada, como si la muerte guardara siempre cierta simetría con la vida y el muerto recibiera los gestos de afecto en el mismo tono que él los prodigó, distantes, cicateros. Lo paradójico es que al charlar con varios amigos de este oficio veo que no compartimos en absoluto el punto de vista; para algunos intelectuales, la prensa ha exagerado los elogios hacia este escritor que practicaba lo que Marsé denominó algo así como la prosa gaseosa. En una última entrevista televisiva, Umbral, sombra ya de sí mismo pero fiel al personaje umbraliano, ese tipo que nunca concedía una sonrisa, decía: "La posteridad no me importa en absoluto". En ese momento, él, que siempre estuvo preocupado por no ser confundido con ningún otro pájaro de su oficio, se unió más que nunca a la corriente de lugares comunes que inundan las declaraciones de los literatos y dijo lo que nadie puede creer, que lo que viene después no importa. No sé si le llorarán muchos seres queridos, pero él, el escritor permanente, habría deseado ardientemente ser llorado por sus lectores.
Tal vez sea ése el punto de debilidad o ternura con el que los allegados quieren adornar la personalidad del que fue desabrido y a veces cruel. Lamentablemente, la imagen del escritor, del cómico, del artista no está esculpida por los amigos, sino por lo que el público tiene a la vista, y el público vio, en ese Umbral de los últimos años, a un hombre condenado a la soledad del que no ha sabido o no ha querido tener discípulos. La generosidad es una inversión a largo plazo, y no hay nada más terrible que no haber sabido tenerla. Como el padre que racanea a los hijos, a Umbral le costó aceptar el cambio de su propio país, le costó compartir espacio con aquel batallón de escritores que le nació a la democracia y que él llamaba, jocosamente, los 150 novelistas de Carmen Romero. El chiste se quedó viejo y sin sentido. Como se quedaron sin fuste aquellas teorías peregrinas sobre la novela escrita por ordenador y la vulgaridad de la novela con argumento. Nada de eso vale ya. Sin embargo, aunque sólo por traicionar una costumbre bien española, no pertenezco a aquellos que pagan cicatería con cicatería. Lo que es, es. Para un país tan estrecho y tan cateto como era el nuestro, Umbral fue luminoso.
En sus columnas le estabas viendo cruzar esa ciudad que su mirada embellecía, hablaba de Baudelaire y de Nadiuska, de Proust y de Tierno, de Warhol y de Pitita; llevaba la literatura a la tinta del periódico sin olvidarse de la maravillosa vulgaridad diaria, del sonido cimarrón de la calle. Ahí está nuestra deuda, la tiene hasta ese escritor o columnista que no le quiere deber nada a nadie. Crecimos bajo su influjo y nos provocó vocaciones con una simple frase, "iba yo a comprar el pan". Lo demás, ya se sabe, la arbitrariedad, la grosería, la venganza fácil en la columna del día después, la deslealtad, el chismorreo de intimidades y los libros lanzados a la piscina.
Todo innecesario por mucho que hubiera quien le riera la gracia. Cada columnista tiene su propio club de damnificados, pero eso no quiere decir que la crueldad sea la esencia del columnismo ni que sea lícito engolfarse con aquellos que te animan a dar caña. Ahora que su presencia ya no es intimidatoria porque ni tan siquiera está y que algunos de sus amigos, algunos compartidos con Cela, pueden entender que a la larga se consigue más con la admiración que con el miedo, es cuando tal vez haya que leer de nuevo (no digamos releer, por Dios) aquellas memorias del niño de derechas y el retrato del joven malvado. No por el bien de la literatura, cuidado: el lector, que padece un egocentrismo sólo comparable con el del escritor, lee para recuperar o para no perder.
Como el ave carroñera, me llevaré a un rincón una de esas antiguas novelas en las que una mano certificó, con caligrafía juvenil, el momento en que el libro entró en mi vida, Madrid 1975, Madrid 1979 y así. Cada vez que las palabras del escritor me ofrezcan intacto el bocado del recuerdo, estaré haciéndole un homenaje a aquel escritor que leí apasionadamente. A pesar de él mismo, que trabajó sin descanso por aquello que más temía, la fugacidad.
La tecla, el humo, el whisky
ELVIRA LINDO, 2010
Novelas de ordenador. Es una expresión que acuñó Paco Umbral a finales de los ochenta para definir a esos jóvenes novelistas que le estaban pisando los talones con unas novelas que, al parecer, se escribían solas. La idea de Umbral no era tan peregrina, respondía a la vieja creencia de que todo lo que entrañaba una dificultad física acababa siendo más auténtico: la letra, con sangre entraba; las cartas, a mano y por correo regular, y las novelas, a máquina pero con múltiples correcciones a mano para que los estudiosos pudieran teorizar en un futuro sobre el misterio de la creación. Cuidado, máquina de escribir, pero nunca eléctrica, sino con el tracatrá fundamentalista del teclado; flotando en el aire y adherido a los muebles, el humo y el olor del tabaco, y en un rincón, la papelera, a fin de encestar los folios frustrados. Para completar el cuadro, el whisky, ese liquidillo mágico que, a su manera, también consiguió que algunas páginas se escribieran solas. Así salieron. Ah, la mítica de la escritura. Cierto es que a algunos escritores les pareció que el proceso enojoso de aprender a manejar un ordenador, el silencio del teclado, el dejar de fumar o el mantener el whisky a una distancia prudencial acabaría con la magia de la literatura. No ocurrió así. Tampoco la falta de ruido de las máquinas de escribir restó talento al que lo tenía, ni la comodidad de borrar sobre la pantalla consiguió que los libros o las columnas se escribieran solas.
A los novelistas por ordenador, decía Umbral, les resultaba tan fácil escribir novelas que tendían al novelón. Qué ironía en quien escribió tanto y de manera tan compulsiva. Pero entiéndaseme, no recuerdo aquellas afirmaciones con antipatía, son tan de época que resultan útiles para hacer recuento de cómo ha cambiado nuestra vida en veinte años. Uno de los ritos obligados cuando viajabas al extranjero era buscar un quiosco céntrico en el que vendieran algún periódico de tu país. Tu país está ahora metido en un aparato diminuto.
En realidad, esa voz de Umbral atacando a los primeros escritores que se pusieron tecnológicamente al día es algo muy antiguo, no ya en la negación de la modernidad, sino en la defensa de uno mismo frente a un mundo que no se acaba de comprender. A mí me costó dejar el tracatrá, me costó amoldarme al silencio, a la pantalla y a la navegación. Lo que ahora es natural fue en su momento tan abstracto, tan difícil de comprender como un logaritmo. Hoy, mi pequeño ordenador contiene miles de voces, las de amigos, las de conocidos, las de gente que muerde también. Eso sí, no te escribe novelas ni artículos. Ay. Pero como bien debía de saber Umbral por un buen amigo suyo, eso era más antiguo que la tecnología virtual, eso te lo hacían los negros de toda la vida.
El arte de irse
ELVIRA LINDO, 2015
Muestran algunos escritores, entre ellos mis amigos Jabois o Soto Ivars, una adoración sin reservas a Umbral como el columnista que supo pasar a tinta las palabras de la calle. Yo les digo que viví en directo esa fascinación, que fui la jovencita que leía con asombro los paseos escritos del cronista melenudo, soñaba con una vida de zascandileo nocturno y aspiraba a ser una columnista que esparciera negritas, como se echa la sal a un guiso, dando cuenta de todos los encuentros sabrosos que me salieran al paso. Pero había un malentendido en todo eso. Como bien es sabido, Umbral brujuleaba poco por la calle que decía conocer tan bien y tuvo siempre una relación de recelo hacia los más jóvenes. De hecho, se apuntó muy activamente a la denigración de los que fueron creando una comunidad de lectores de la que se han beneficiado todos los que surgieron después. Asombra pues el encandilamiento sin matices que despierta ahora don Paco entre algunos de los nuevos, porque el brillo y el genio de Umbral se fueron apagando en los últimos años precisamente por no haber aceptado que había otros tan buenos o incluso mejores que él, que jugaban con referencias de una mundanidad más real y habían superado las estrechas fronteras de la cultura española de entonces. Había una burla umbraliana hacia el esforzado cosmopolitismo de los nuevos, y ahí le secundaban todos aquellos que temían que nuestra cultura, tan recogidita, se infectara con palabras ajenas.
La mezquindad estrecha la mirada y empeora la escritura porque impide nutrirse de lo que hacen otros. Ningún escritor es único. Y cuando es único es porque se alimenta patológicamente de sí mismo y es incapaz de comportarse como el anciano de Goya que resume en dos palabras la más sabia actitud que uno puede tener ante la vida y ante cualquier oficio: “Todavía aprendo”.
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