jueves, 24 de marzo de 2016

Metáforas nocturnas




Hay un sobrante de oro que ilumina las horas
y un sobrante de tiempo que entristece la vida,
hay una lenta prórroga de la nada en la nada,
por donde vago absorto,
sin autobiografía.
Me he salido del mundo, me he salido
del cielo,
he salido a los campos para tocar lo neutro
y paseo entre los árboles rojos de la mañana
tan desnudo de historia como el mar del otoño.

FRANCISCO UMBRAL, 1976

Entrevista a Umbral, 1972




En 1972 Francisco Umbral iniciaba el ciclo "las novelas de la infancia" con "Memorias de un niño de derechas", un libro donde Umbral ya es Umbral. En esta entrevista una desconocida Rosa Montero lo define como "autocrítico, contradictorio y vergonzoso". Ella era la musa, la Mafalda progre del tardofranquismo.



Revista “Destino”, 24 de Junio de 1972

Francisco Umbral: Memorias de un niño de derechas

ROSA MONTERO

Le pudimos ver hace unos días firmando ejemplares en nuestra mesetaria y capitalina Feria del Libro, sonriendo amablemente a enlutadas señoras y a caballeros correctos que le estrechaban la mano con calor, asegurando: “Somos grandes admiradores suyos, don Francisco”. A Umbral, sin embargo, todo este folklore ferial le viene un poco grande. O un poco chico, según se mire. Le veo allí, en el rincón de la caseta, con sus sandalias frailuno-hippies, de tiras cruzadas, sus cabellos lacios y largos, capturados discreta y ordenadamente tras las orejas, y sus gafas de miope más bien tímido, manejando con aire azorado su último volumen y sintiendo una especie de autovergüenza indeterminada, autovergüenza de stand, de felicitación y apretón de manos. Autovergüenza, quizá, de ser todo un escritor. Umbral ha hecho novelas y ensayos. Umbral hace mucho periodismo. Y ahora ha escrito “Memorias de un niño de derechas”. 

¿Qué es este libro? 

No es una biografía ni una novela. Tengo curiosidad por saber cómo la van a clasificar los críticos. 

Umbral posee una especie de sana y malévola alegría casi infantil para salirse de las pautas prefijadas de comportamiento, ser realmente auténtico y hacer lo que le venga en gana. 

He decidido últimamente no hacer más que lo que de verdad me apetezca. 

En esto es un ultrarrecontracontestario. No sólo se salió hace años de las normas de la sociedad establecida, sino que ahora, por evolución propia, ha roto con muchas cosas. Puede irrumpir en una reunión “in” con una tarta completamente “out”, para invitar a todo el mundo, y así, a pastelazo limpio, Umbral ha llegado, rizando el rizo, a firmar ejemplares de sus libros en la feria. “Memorias de un niño de derechas” es lo que el crítico denominará una obra deliciosa, ágil, fresca, despreocupada, informal, divertida, frívola y trascendente, que es lo bueno. En ella se narran, de una forma desordenada y casi coloquial los recuerdos de toda una generación, la de los llamados niños de la guerra. 

De modo, Umbral, que fuiste un niño de derechas. 

Si. Pasé la guerra en Valladolid.

Y ahora ¿qué eres? 

A lo mejor, leyéndome se sabe. 

Umbral tiene treinta y siete años, pero incluso físicamente todavía conserva algo de adolescente ruboroso, por mucho que se obstine en hablar de las etapas que ha quemado, de las ilusiones que ha perdido. Francisco Umbral es una especie de niño terrible, sin ser niño ni ser terrible; mas bordeando a veces ambas cosas. 

Y ¿por qué estas memorias generacionales? 

Verás, llevaba bastante tiempo buscando un género nuevo. Creo que todo escritor debe inventarse su propio género. Cada día estoy más desengañado de las clasificaciones tradicionales. La novela argumental, tal y como se ha entendido hasta ahora, es “un compromiso burgués”, como diría Sartre del hombre todo. Como género, me parece menos burgués el ensayo, sin que esto tenga nada que ver con los contenidos, claro. Hay muchas novelas que me aburren insoportablemente. Así, he llegado, y creo que se llega casi siempre, a escribir lo que le viene a uno a la cabeza, sin un compromiso formal determinado. De modo que ahora se me ha ocurrido echar mano de eso que todo escritor utiliza alguna vez en su vida: las memorias de la infancia. Pensé en hacer la inevitable autobiografía en primera persona, pero luego me pareció que sería más interesante para el lector encontrarse con unas memorias generacionales. Bueno, la verdad es que el libro me ha salido así, escrito en plural, sin saber muy bien por qué. 

Los niños de nuestra última guerra eran todos de derechas, “porque éramos los verdaderos niños. Los otros, los de la zona roja, debían ser unos pequeños endriagos indefensos”, según dice Umbral en las páginas del libro. 

Sí, estoy contento con estas “Memorias”, porque creo que se trata, quizá, de mi libro más natural, más espontáneo, más fresco y directo. Eso que Juan Ramón llamaba sus “borradores salvajes”. Sólo que él los tiraba y yo los publico.

¿Qué quieren que les cuente del niño de derechas? Si una fuese un docto crítico literario les hablaría de las cualidades estéticas y formales, de la prosa brillante y fluida del joven autor, de la agudeza e ingeniosa ironía de las descripciones, de la lograda amenidad de tan encantador libro, pero una a lo más que llega es a decirles que las “Memorias” son un tanto cachondas. 

Y ¿cuándo ya hayas contado toda tu vida? 

Nunca se acaba de contar una vida. En todo caso, creo que siempre escribiré, en el futuro, en este mismo tono, huyendo de todo formalismo, repitiéndome, sin principio ni fin, entre el estilismo y el terrorismo, anárquicamente, petardeando los géneros establecidos, y que están mucho más vigentes y rígidos de lo que quieren hacernos creer los vanguardistas de oposición a cátedra. 

¡Ah!, porque, eso sí, el niño de derechas, paradójicamente, es un anarquista de mucho cuidado. Tan pronto habla de los jerseis a rombos de Auxilio Social como de las queridas de rubio pelaje o la Rita-Gilda escandalosa, liviana y escarnecida de los moralistas, o de Manolete, el mayor torero de derechas, o del Coyote, el café- café, el café no café, el café sin café, el mercado negro, los Abastos, no me beses con descaro que nos multa Romojaro, y la merluza, la Piquer, arriba con el tiruriruri, abajo con el tiruriruri, y que en Sevilla hay una casa y en la casa una ventana y en la ventana una niña a la que luego el rio falaz coge y se la lleva, ayayayay, cómo se la lleva el río, ayayayay, niña de mi corazón, con razón tenía celos de él, niña de mi corazón, matarile, rile, ron.

Pienso que además he conseguido que parezca a veces que habla un niño. 

Francisco Umbral, para escribir este libro, ha sido un niño desde la altura de sus treinta y siete años. Un niño mañana tras mañana, ante su máquina de escribir, temprano. Suele trabajar constante, todos los días, a primera hora, que es cuando estoy más despejado. Nada de arrebatos de inspiración o momentos fulgurantes y sagrados del creador. Umbral se levanta todos los días, se desayuna, agarra su maquinita, y, ¡hale!, a escribir tranquila, pulida y ordenadamente. La época de la musa ferviente la ha superado hace mucho, mucho tiempo. 

Me divierte escribir, me gusta mucho. 

Quizá por ello lo hace de forma tan abundante. Sus artículos están en todas partes. Y luego, con una regularidad asombrosa, se van publicando (y vendiendo, que es más difícil) sus nuevos libros. Le gusta el dulce, la paz, la vida sencilla, contra lo que puedan suponer algunos de sus lectores, que le imaginan sumido en las más desenfrenadas orgías. 

Hubo un tiempo en que creía en esas cosas. Ahora me acuesto temprano, si puedo. Hay que levantarse a escribir al alba, como Azorín. La inspiración es haber dormido bien. El estilo es el hombre, pero el hombre que ha dormido ocho o diez horas. 

Autocrítico, delicado, riguroso, contradictorio, honesto, individualista, vergonzoso, ex niño de derechas, ex joven malvado, no fuma, ni bebe, ni conduce. Se levanta temprano y escribe. El resto (todo lo demás que se dice de él) es literatura.  

miércoles, 23 de marzo de 2016

Novelas & Autores




"Ya se sabe que las novelas suelen ser mejores que los escritores, sobre todo si son autores de talento". 



La frase es de la escritora Rosa Montero y sirve para varios autores que admiramos por haber escrito algunos libros, que por algún motivo nos marcaron y nos envenaron con sus palabras. Me vienen a la cabeza algunos títulos y algunos escritores. Poesía, novela, cuentos, ensayos, realismo mágico y realismo sucio, poesía de la experiencia y autoficción. El género o la etiqueta es lo de menos. Imagino que lo importante debe ser lo que nos contaron o tal vez lo que se han callado para siempre.

A propósito ¿qué estaba haciendo en la foto el Señor Umbral con las alas abiertas y el traje marrón claro de los domingos?

sábado, 5 de marzo de 2016

Columna: Eugenio D´Ors




Dejo aquí la última columna publicada por Umbral en el periódico El Mundo. Era Julio de 2007 y apenas un mes después los lectores se quedaban sin los placeres y los días del cronista lírico, canalla y diletante. 


El Mundo, Sábado 28 de Julio de 2007

LOS PLACERES Y LOS DIAS: 

Eugenio d'Ors

FRANCISCO UMBRAL


En aquel tiempo, por Madrid, los escritores iban de escritores por la calle, porque había una cultura general y viandante como había una pintura visible y catalogable. Ahora, si quieres conocer una verdadera cultura tienes que irte al fútbol. En el fútbol en seguida se aprende algo y los más eruditos recurren al Marca. Es cuando en los tranvías se oye decir al obreraje: «Pásate, macho, el Marca con las alineaciones».

Don Eugenio d'Ors había venido de Cuba a hospedarse directamente en la calle de Sacramento, pasando de largo por Cataluña, adonde dejó una señorita enamorada y nunca vista, que se llamó Teresa, conocida y desconocida en las Ramblas como la Bien Plantada. Teresa era más famosa en Barcelona que en Madrid. Un día fui a comprar un libro de D'Ors y me lo pusieron caro. Cuando le protesté al quiosquero, me dijo: «¿Caro por una peseta? Si lo supiera don Eugenio». Naturalmente, me llevé a casa el libro, que más que libro era un cuaderno de aquellos de Novelas y cuentos, que se habían vendido mucho cuando la guerra y luego los chicos seguimos vendiendo cuando la posguerra, que fue una época muy cultivada y muy dorsiana. Metido don Eugenio en el bochinche de los armados, un admirador le dijo en el café, aludiendo a su uniforme espectacular: «Se ve que le gustan a usted los uniformes, maestro». Y replica D'Ors: «Me gustan los uniformes siempre que sean multiformes».

El ingenio de D'Ors era más madrileño que catalán, y su talento pensante también. Así que no le costó nada ambientarse en Madrid, donde se le podía encontrar, en el Museo del Prado, de cinco a ocho, viviendo sus Tres horas en el Museo del Prado, yendo sin parar de sala en sala, visita que también explicaba, porque este catalán genial lo explicaba todo.

Las marquesas le invitaban a dar conferencias en su palacio solamente por ver cómo se vestía, que solía hacerlo a juego con el tema conferenciado. Así, para hablar de Goethe, se disfrazó de Goethe. En sus conferencias no se sabía qué atraía más, si la palabra o la aparición, porque lo suyo eran apariciones. Podemos decir que D'Ors promovió gloriosamente la cultura verbal de la época e hizo que esa cultura cobrase prestigio por un solo hombre y todos los que le imitaban. D'Ors no tuvo competencia de Ortega hasta mucho después, cuando ya se había retirado a su ermita marinera de la costa catalana, adonde subía y bajaba los pisos según la voluntad de su difícil escalera.

Al quiosquero a quien le compré el libro de Novelas y cuentos, reseñado aquí, le compraría yo más tarde “Oceanografía del tedio”, que es su libro más sugestivo y gratuito, libro ni de izquierdas ni de derechas sino arte por el arte, prosa pura que no se somete a la jerga de los periódicos sino al juego y el hallazgo que luego sí han inventado otros escritores.

Agotados sus hallazgos barrocos de última hora, tuvo que inventarse una hora penúltima de los que llamó indalianos, que tenían tanto de Dalí como del propio D'Ors. Porque D'Ors, perseguidor de vanguardias, como el propio Dalí, y ahí está la crisolinfa paladiana, o sea un surrealismo dorsiano del que conservamos viva memoria adolescente. Toda guerra promueve genios.

Odiadores: Gregorio Morán




Gregorio Morán, el resentido mandarín de las polémicas se despacha a gusto con una sabatina intempestiva e insidiosa contra el periodismo y la literatura de Umbral, Premio Cervantes, año 2000.


La Vanguardia, Sábado 28 abril 2001 

SABATINAS INTEMPESTIVAS 
Un gañán literario

GREGORIO MORÁN

Sucedió en febrero del año de gracia de 1905. La España, zaragatera o triste, se emocionó de pronto ante lo más inesperado que podría haberle ocurrido a un país donde se leía poco y se sufría mucho. Don José Echegaray, autor famosísimo de dramas inconmensurables con cuyos títulos se hacía leyenda –“O locura o santidad”, “El gran Galeoto”–, pelotillero de todos los gobiernos en un siglo abundante en cambios, ministro del Fomento y de la Hacienda, ingeniero de Caminos, jefe del Banco de España, autoridad indiscutida en definitiva, había conseguido con alguna ayudita oficial el premio Nobel de Literatura. Del Rey abajo ninguno se quedó sin el pálpito patriótico. Un español de bien recibía el cuarto premio Nobel de la literatura universal. Instituciones, gremios, personalidades todas, se inclinaron ante el prohombre. Todos, lo que se dice todos, no. Un puñadito de escritores bisoños, tachados de envidiosos y resentidos, publicaron un manifiesto de protesta y denuncia. El viejo Echegaray representaba todo lo que de fantasmagórico y falaz tenía la España de la Restauración y su literatura. Aquellos debeladores de la estupidez ambiente se llamaban Unamuno, Baroja, Azorín, los dos Machado, Valle-Inclán, Ramiro de Maeztu y hasta Rubén Darío. Del futuro de la literatura española sólo se negó Jacinto Benavente, que sería recompensado años más tarde con otro Nobel. 

Es curioso que hoy, cuando a Echegaray no lo leen ni los especialistas, y cuando la literatura de la época se reduce a sus denunciadores de entonces, este manifiesto rupturista con lo establecido y su representante apenas sea recogido en las comineras historias de la literatura española. No había nada personal, Echegaray era al parecer excelente persona, algo inclinado a la adulación, lo que facilita mucho el éxito, y a él se debían ayudas capitales en la carrera de Clarín, de Valle-Inclán y de otros; su traducción de “Terra baixa” fue la canónica en castellano durante muchos años, quizá para compensar que a Ángel Guimerá no le dieran el Nobel en compañía de Federico Mistral, como a él. 

No pude menos de recordar esto cuando contemplé a Francisco Umbral vestido de pingüino diciendo unas cosas que ruborizarían a cualquiera que no hubiera perdido el rubor aun antes que la virginidad; porque pertenezco a una generación que, salvo la experiencia sexual que nos llegó tardía, el resto de las virginidades las fuimos perdiendo apenas nos destetaron. “España es un compromiso guerrero por afirmarse, por difundirse, por existir; por cumplir sus pasiones imposibles...”. Este tipo de prosa, heredera de Echegaray, la vitaminaron aquellos chicos de la camisa “que tú bordaste en rojo ayer”. De la cuadrilla de Sánchez Mazas, el fino, y Giménez Caballero, el basto. Apesta a azulete y naftalina. “Don Quijote es la metáfora de España... España se inventa pasiones para sobrevivirse... La pasión de América, la pasión del Imperio, la pasión de Europa, la pasión del mundo mueven Españas y nos ponen a la cabeza del siglo.” Ahí queda eso, chicos, para que sepáis distinguir las voces de los ecos. 

A mí me es indiferente que a Francisco Umbral le den el premio Cervantes o el de las Artes y las Letras o de Educación y Descanso o la Cruz de San Jorge. Lo que no me es indiferente es que un tipo que escribe una prosa más ajada y chamarilera que la de sus maestros, César González Ruano y el charlista levantino Federico García Sanchiz, pase por modelo de literatura con el silencio cómplice de todos nosotros. Si esta literatura umbraliana es la que corresponde a nuestro momento histórico, verdaderamente estamos en una época como para avergonzarse. Es prosa de caracol que va dejando su babilla en el portal de fulanito, que es amigo suyo y está bien colocado, y su desdén a aquel otro que no le baila el agua y que un día le hizo un parrafito de reproche. Es un mosquetero perillán con florete de plástico para asustar a las señoras capitalinas, ¡ay, Paco, qué cosas tienes!, ¡le admiro, Umbral, por su audacia léxica!, ¡maestro inventor de vocablos!... La verdad es que resulta patético que al final la literatura española del nacimiento del siglo XXI tenga que cargar con esta morralla de los años del cólera. El Rey se ha referido a su obra citando en primer lugar “Larra, anatomía de un dandy”, que es un libro recomendable para descubrir dónde nació tal jeta de la pluma que escribe sobre algo que no sabe ni se ha tomado la molestia de mirar, y cerró el apartado bibliográfico con “Mortal y rosa”, un texto en verdad mortal y rosa cadmio. Los reyes no leen más que aquello que les hacen leer y luego pasa lo que pasa. Quizá sea mejor, porque al abuelo del actual le gustaba, dicen, Echegaray, sobre todo cuando lo representaban María Guerrero y Rafael Calvo. 

En Umbral todo es falso, hasta el apellido. Francisco Pérez Martínez, nacido en la Inclusa de Madrid el 12 de mayo de 1932. Esa obsesión burguesa de joven con hambre y ambición. “España es un país de clases medias, también en lo intelectual, y con ellas pacta el escritor o el artista por conveniencia, supervivencia y acomodo.” Ni idea. Escribe de oídas y no es hombre de gusto musical, desafina cuando se apropia de una melodía que no es suya y que no sabe interpretar. Otra cosa muy distinta hubiera sido este país de haber tenido clases medias dignas de tal nombre, y por supuesto hasta fechas muy recientes se podía decir cualquier cosa menos que el escritor o el artista pactara con ellas. 

Él sí que es un producto típico de la España periodística del franquismo, que no era “media” sino “mediocre”, que a veces no es lo mismo. Residuos de la historia de las sedicentes clases medias provincianas a la conquista de Madrid, el Madrid funcionarial del fin del estraperlo, los garbanzos abundantes, la paella los domingos, una tapa de callos en La Latina y el paseo por la Carrera de San Jerónimo tras una croqueta en Lhardy si hace bueno, y un caldito si sopla Guadarrama. Yo alcancé a ver a González Ruano sentado en la mesa del Teide, o a lo mejor lo soñé, porque dado que en Madrid no había entonces Museo de Cera no era fácil detectar si se trataba de reproducciones o eran los originales. Para mí, como para los que estaban en mi mundo, eran los putrefactos. Los mismos que bautizaron Lorca, Buñuel y compañía, unas décadas antes. 

Miren, sin ánimo de ofender pero para darles una pista a quienes no están en esto de la prosa y el embuste, el estilo de Umbral es el que generacionalmente cristaliza en el vespertino “Pueblo”. Hay una generación que se forma, es un decir, en aquel diario de la tarde que dirigía el ínclito intelectual Emilio Romero –tuvo todos los premios culturales que se concedían en la época, incluido el Planeta, y aún no sé si está vivo o cría malvas, pero bien merecería un homenaje de sus desperdigados discípulos–. Era eso que se denominaba entonces un “maestro de periodistas”. Unas gafas con talento, que diría un castizo. Le conocí ya en la decadencia, y hasta en la maldad que derrochaba mostraba inteligencia. Él fue el auténtico “maître à penser” de todos esos que ahora citan a Heidegger o a Sartre con desdén de conocedores. Emilio Romero, Jesús Fueyo y Torcuato Fernández Miranda son la trinidad espiritual de una época inolvidable. Bueno, pues esa generación cuando llegó la transición avanzada, es decir, con Franco en el hoyo y Suárez en el bollo, descubrió a Santiago Carrillo. Fue un flechazo. 

Ocurrió en una casa alquilada de la calle de Atocha cuando el secretario general del PCE se apareció a los gentiles. Si mal no recuerdo, allá por diciembre de 1976. Corrió el rumor como la pólvora. Acababa de llegar a Madrid, clandestinamente y con peluca, un hombre que había tomado la talla de Stalin en directo, que trató con familiaridad a Togliatti, que se tuteaba con Ceausescu, que sabía los secretos de la Pasionaria, que había aprendido a tomar Sauternes en París y que fue de los últimos en tragar el caviar a cucharadas. Una generación periodística pasó de Emilio Romero a Santiago Carrillo, entre otras cosas porque pensaban que él representaba el futuro. 

¿Y qué debemos hacer? ¿Callarnos? ¿Consumir la bilis cotidiana en prosa alambicada de periódico? ¿O asumir que nos tilden de restos de un naufragio, residuos resentidos y envidiosos? A estas alturas de mi vida me es indiferente. No sé cuánto tiempo podré seguir escribiendo, ni dónde. Porque vivimos tiempos muy buenos para la lírica y no tanto para la épica, la ética y la estética, y por eso me produce bascas pensar que unos bribones se apoderan impunemente de aquel que fue un derrotado de la vida, cuyo nombre no deberá ser pronunciado jamás en vano. Cervantes. 

viernes, 4 de marzo de 2016

100 Entradas




100 Entradas que abren varias puertas a la escritura de Francisco Umbral.

Artículos, Reseñas, Frases, Poemas en prosa, Autorretratos, Musas y semifusas, Odiadores y Odiados... esa larga confusión poética y golfa que es el Periodismo y la Literatura del Señor Umbral y su prosa sonajero, metáforas deslumbrantes que iluminaban cada mañana la actualidad de Madriz, en los periódicos y en los libros que escribía cada verano, para no perder el tiempo haciendo turismo vacacional en Benidor.

Por ahí andan sus palabras desordenadas en páginas de internet, como ésta que estás leyendo ahora. Imagino que no le harán ninguna gracia, porque esto no se cobra y el único que sale ganando es el señor gúguel.

Obituario: Juan Cruz




El País, Miércoles, 29 de agosto de 2007

FALLECE EL CRONISTA IRREVERENTE

Imágenes de un solitario

JUAN CRUZ 


Hay una imagen en EL PAÍS tan antigua que en ella está José María Pemán, y en la que se ve a Francisco Umbral de rodillas hablando al oído del académico al que la edad le estaba enviando sus últimos mensajes. Era la foto del relevo. El columnista de un tiempo que se estaba venciendo, y que en cierto modo se iba con él, y el columnista que venía, con otros materiales y con distinta fiereza.

Esos materiales con los que venía Umbral eran los materiales de la transición, se los encontraba yendo a comprar el pan y el periódico y llenaban las negritas de las columnas que escribía. Era querido, temido y requerido, y ese poder que le dio la escritura, ganado con el pulso de una metáfora que hizo símbolo de lo que tocara, fue para él también como una reivindicación personal. A veces lo hizo a destiempo, pero cuando le salía el ramalazo fieramente vanidoso lo que estaba mostrando era en realidad el alma de un cuerpo herido por la biografía y por la historia.

Era un hombre agreste muchas veces, reaccionaba con el sable, pero tenía en el fondo de un corazón acentuado por la soberbia literaria el alma de un niño que nunca le abandonó del todo. Se diría que su amplia biografía, a la que le dio todas las vueltas que pudo, jamás pudo tocar el techo que él buscaba, a veces por pudor, a veces por el compromiso que los hombres pretenden sellar con el tiempo; pero el tiempo engaña siempre, nunca otorga la prórroga que promete, y lo cierto es que ese desgarramiento que siempre amanecía en sus libros más propios y más notables quedó pendiente tantas veces que a él mismo debió perturbarle no alcanzar esa cima.

Fue en Mortal y rosa, el libro verdaderamente desgarrador de la literatura autobiográfica española, donde Umbral dio lo mejor de esa memoria herida que lo habitó hasta el fin; ése fue el retrato de su hijo, muerto tan temprano, pero si ahora, con la distancia de hielo que produce el fin de una persona, ese libro se leyera pensando en Umbral, en el propio Umbral muerto, es posible que encontráramos en él las claves de lo que nunca pudo terminar de decir sobre sí mismo.

Un libro, una línea, cualquier palabra puesta en el lugar de la mejor fortuna, decía Borges, basta para considerar a un escritor como el autor de una gran obra literaria, y si eso es así y lo consideramos como un canon por el que juzgar la obra total de un literato, es verdad que Umbral se mereció muchas veces ese puesto que él buscó, también, con tanto ahínco. Cuando ganó, y mereció, el Premio Cervantes, me pareció verdaderamente mezquino lo que le dijo un allegado queriendo ser jocoso: "Nos costó más tu premio que el indulto de Liaño". Porque Umbral se merecía ese reconocimiento y nadie tenía derecho a ponerlo en la balanza de los favores patrios, aunque muchos se aprovecharon y tiraron de él para un lado o para otro, y en ese momento tiraron demasiado. Pero, en fin.

Umbral fue gran parte de su propio trabajo; repujó los materiales que tuvo a mano, pero cuando tuvo que hacer de sí mismo un espejo procuró dar el perfil de los que le precedieron en lo que para él era su estirpe: Byron, Larra, Baudelaire... No resistió las costuras de la prensa, aunque fuera fieramente periodístico en la búsqueda de esos materiales con los que se erigió en el columnista de una época.

Una de esas imágenes que conserva mi memoria es la de Umbral con una niña en sus hombros, caminando hacia un concierto de Ramoncín, en Vallecas. Ese mismo Umbral iría luego a un chiringuito a ponerse pringado de calamares fritos, que comía con las manos y con el abrigo puesto. Buscó ahí sus materiales, entre la gente, en medio de la fritanga, animado por un poder de observación que luego usaba, y para eso tenía autoridad literaria, como le daba la gana. La gente salía en su foco para salir en el retrato, y a veces él hacía sobresalir las negritas no sólo para complacer la sonrisa que recibía, sino para zaherirla; ese poder le dio certificado para glorificar y para molestar, y como suele suceder en los dos lances cometió aciertos e injusticias, y es lógico que cada uno recuerde lo que le hizo placer o daño en primer lugar.

Como dijo una vez Víctor García de la Concha, cuando a Umbral le dieron ese Cervantes que alguien le quiso vender como un parto extraliterario, "era un creador de lenguaje"; y lo buscó en la calle hasta que pudo, en la memoria y en la calle; no era, decía, sino el fruto de un diálogo callejero. Cuando ya no pudo y la calle se le hizo niebla, Umbral se ensimismó, sus columnas fueron más históricas que callejeras, y él mismo notó en ese pulso el maldito castigo del tiempo, contra el que luchó desde que era un chiquillo e iba a tomar cervezas en la plaza de Santa Ana para beber, por ejemplo, en el espíritu de Hemingway. Y empezó teniendo ese espíritu de Hemingway, o de otros maestros suyos, pero subyacía en su ánimo, y acaso la grosería de la vida no lo ha sabido ver bien, la melancolía herida de un Francis Scott Fitzgerald.

La última imagen que tengo de Umbral es, también, en el propio salón real en el que los Reyes recibían a los escritores; fue hace dos años: él acababa de pasar por la enfermedad más grave de las que tuvo y era de los pocos de aquella reunión que permaneció sentado, con María España, la elegante, atenta mirada que siempre le hizo falta. Como Pemán entonces, él sentado y sus contertulios agachando las rodillas. Con el humor con el que afrontó siempre los encuentros, como el dandi que quiso ser y que fue en los años pletóricos de su vida, hizo la broma de la posteridad ("No, aún no soy póstumo"), e hizo gala de una memoria que fue su principal aliento literario. Tenía entonces ya la palidez sólida en su rostro, una especie de trofeo que exhibía su misantropía, y su mirada, que había sido reparada por la cirugía, ya no podía ser físicamente la que fue, fragmentada en los mil pedazos de las viejas dioptrías.

La literatura




"Quizá la literatura sea desaparecer en la escritura y reaparecer, gloriosamente, al ser leído. Por eso no hay que hacer demasiado evidente el esfuerzo del pensamiento al escribir. Para no entorpecer la resurrección de la carne que glorifica al autor cuando es leído. Toda lectura tiene, por lo menos, este doble fondo. Hay una superficie de prosa, de ideas, y debajo, como una figura inmovilizada dentro del hielo, está el autor".

FRANCISCO UMBRAL