viernes, 24 de febrero de 2017

Amigos: Miguel Delibes



Llegaba uno al Valladolid invernal de la niebla y llamaba desde el hotel a Miguel Delibes. La telefonista del hotel quiere ponernos con unos talleres Delibes y cosas así, porque se puede haber ganado la gloria del mundo y seguir siendo un desconocido para la telefonista del pueblo. Las señoritas telefonistas a veces leen a Vicki Baum, a veces a Pearl S. Buck, o bien leen «Cuerpos y Almas», como las costureras aplicadas, o bien «Las sandalias del pescador», como las madres de familia con tiempo para todo y sin tiempo para nada. A veces, las señoritas telefonistas, incluso, leen a Miguel Delibes. Pero no si son de Valladolid, desde luego, porque nadie es profeta en su tierra y a ningún escritor lo leen sus propias telefonistas. Así las cosas, hablo con Miguel, que acaba de volver del campo, porque es domingo y había salido a cazar, en este tiempo hay poco que hacer, ya sabes, a las cinco estábamos de vuelta.

(A las cinco estaban de vuelta y a las siete o a las ocho estaba yo en su casa, como otras veces, frente al hombre de la cazadora, bajo el retrato elegantísimo de Ángeles, que firma Eduardo García Benito, el hombre que se ha pasado de las modelos sofisticadas de «Vogue» a las altas damas vallisoletanas.) 

Dice Miguel que todo bien por aquí, que el pie ya no le molesta, aquel pie que se rompió el año pasado, cazando sobre el hielo, y yo le encuentro joven, templado, como siempre, aunque él le echa mucha propaganda a sus cincuenta años. (Ángeles me traía pasteles y me los iba comiendo mientras la tarde se hacía noche en la niebla de la calle, en este Valladolid morado e invernal de mis fantasmas interiores, ciudad del tiempo perdido y encontrado.) 

Está de vuelta de todo el novelista, pero sin pose, incluso un poco asustado de este escepticismo que le ha entrado, para qué los libros, para qué los viajes, para qué todo. Pero es de buena raza y seguirá luchando. «He leído “Chechechela” y me ha divertido.» Entran los niños de la casa, racimos de niños, los hijos y los amigos de los hijos, niños con dulzainas, niños con monedas, una contaminación de niños que hacen su gracia y se van. Miguel les lleva las cuentas del dinero y las propinas en su cuadernito y, cuando se lo piden, les da una moneda que saca de un monedero de redecilla, siempre que el peticionario tenga fondos en la cuenta.

Han pasado los años y Miguel Delibes es hoy casi el único novelista español con una obra dilatada, sostenida, coherente, completa. Quizá, con él, Ana María Matute y pocos más. Otros han intentado otras aventuras, aventuras más brillantes o más arriesgadas, quién sabe, pero esta fidelidad a la novela, esta fe en el género, esta continuidad en la obra sólo la ha tenido Miguel Delibes. Cantaban los gamberros del domingo por mi Valladolid de aquel tiempo, cuajado de evocaciones, como dijo el poeta, y le hicimos repaso a los amigos muertos, a los amigos vivos, a los amigos enfermos. Yo vengo a Valladolid, vengo a casa de Miguel Delibes y aprendo. Este amigo, este maestro natural, este ejemplo. Es una peregrinación que hay que hacer a lo menos una vez al año o antes si hubiera peligro de muerte. La peregrinación al Valladolid de Miguel Delibes, la visita salutífera al hombre de la razón y el buen sentido, al amigo noble, al maestro sencillo. Hay que lucrar las indulgencias de su amistad siempre que se pueda. Había venido yo a fallar con él y con unas gentes ilustres un premio de artículos de periódico que Miguel tiene el gesto de promocionar, y sacamos los papeles y resulta que estábamos de acuerdo en el primer premio, con lo que nos dimos la mano y decidimos el pucherazo desde aquel momento, porque cuando se tiene razón y se va de buena fe es casi inevitable dar el pucherazo de la justicia, que también la justicia, a veces, necesita imponerse mediante el pucherazo. (Luego las cosas fueron por sus cauces legales y naturales, salió nuestro candidato y no hubo que forzar el curso de la Historia.)

Ángeles me contaba las cosas que pasan en la ciudad, ciudad en la que uno piensa que no pasa nada. Y ya lo creo que pasa. Hay amores nuevos y viejos, rosas de otoño, benaventianas, historias de casino y tragedias de la vida vulgar. Es bueno escuchar a Miguel Delibes, pero era casi mejor escuchar a Ángeles. Ella nos daba la vida en directo, una versión fresca e irónica de las cosas, en tanto que el novelista nos da ya una realidad depurada, pasada por su sensibilidad literaria. Con toda su sencillez de hombre, no puede menos de hacer literatura, siquiera sea la literatura de la sencillez. Los desengaños, Miguel, los desengaños, la política, esta vida que llevamos, tu verdad no siempre oída, no siempre escuchada, no siempre dicha. Miguel Delibes lucha en el periódico —en «el papel», como él dice—, lucha en los libros, en la calle, en la vida. Pero le tienen cansado, entristecido. El periódico, sí, es el papel, y la televisión es el invento.

«Pues mañana te vienes al papel.» O bien: «Una vez que salí yo en el invento…» Valladolid de aquel tiempo, cuajado de evocaciones, con los últimos sombreros y los últimos bastones. El poeta que lo dijo anda malucho. A ver si se recupera. En «Aún es de día», en «Diario de un cazador», en «Mi idolatrado hijo Sisí», en «La hoja roja», en «Cinco horas con Mario», la crónica magistral de este Valladolid que ahora se mueve en torno, afuera, sombrío, como un mar invernal, con las farolas borrosas de niebla, las criadas de domingo, los autobuses reventones de gentes que vuelven a su barrio y el amor aterido en los bancos del Campo Grande. Tiene una novela en la cabeza, tiene varias, como siempre, pero está con la crisis de los cincuenta. Bueno, ya pasará. Ahora ha escrito ese Diario que ha ido saliendo periódicamente y que es uno de los pocos diarios íntimos sin pedantería y sin yoísmo que se han escrito nunca. En el despacho hay una gran foto de Miguel cazando. En otra habitación, unos gallos peleones de Vela Zanetti. Pero todo lo preside el retrato de Ángeles, con un vestido rojo, perlas al cuello y largos guantes blancos. Los niños suenan cerca y lejos. Luego, con los días, paseamos por la calle y él se pone una boina de hombre del campo, está delgado como siempre, usa las gafas más que antes. 
«El Norte de Castilla» llegaba a casa cada mañana, en la infancia, con su olor acre de tinta fresca. Entrar ahora en el periódico es volver a los orígenes olfativos de la vida, recuperar aquel olor, porque cada periódico huele de una forma diferente y esto sólo lo sabemos bien quienes nos hemos pasado la vida oliendo periódicos desde dentro y desde fuera. Yo soy un catador de olores de periódicos. Miguel Delibes, en «El Norte de Castilla», lucha por la independencia y la verdad. A ver si el próximo domingo se dan mejor las perdices.

Prosa poética: Lentas tipografías




Extendido entre tardes, lentas tipografías, perdido entre los trenes que buscan el presente, con una vista al campo como un cristal ahumado, vivo ordenando sillas, cambiándome de ropa. Peinado a contrapelo, calzado de caminos, recorro las distancias póstumas de la vida y miro en las revistas chicas de ombligo dulce como una flor inversa que florece hacia adentro: pálida celulosa de sus cuerpos turbados que pego en las paredes duras del solitario. Extendido entre muertes, solo como una hectárea, dolido entre los meses rojos y ferroviarios, con un libro sin hojas y unas gafas cansadas, muero ordenando trapos y nombres de mujeres.

FRANCISCO UMBRAL



(El cuadro es de Modest Cuixart)

Poema: Si supieras



Leer un libro de Umbral y encontrarse escondido en una página un poema que no consigues entender.

Si supieras que hay frailes perdidos por el cielo,
si supieras que hay tontos dorando la mañana,
si supieras que el cadmio se parece a la ausencia
y que hay nombres que crecen hasta azular el tiempo.

Por eso miro y callo cuando, al gritar la luna,

nos visita la lluvia como un tren desatado,
y pienso que los meses, ferrocarril de flores,
van a dar a mi pecho como rebaños de agua.
Ya sé que lo que pasa no es demasiado grave
y hay que tripular siempre pianos todo-terreno,
pero pienso en el riesgo de aleccionar a un mueble
para que nos repita siempre que alguien nos quiere.

O en el grave peligro de que en la partitura

de Bach anide un grillo que se coma las hojas.

FRANCISCO UMBRAL

lunes, 20 de febrero de 2017

Libro: La noche que llegué al café Gijón



"Escribí artículos, reportajes, entrevistas, pies de fotos, cosas que tenía pedidas y cosas que iba a ofrecer a todas partes. Escribí cuentos nuevos y pasé a limpio otros viejos. Con el ruido de lluvia de la máquina, con el chaparrón alegre de las letras llenaba el silencio de la pensión y el vacío de mi vida."

"La noche que llegué al café Gijón"
FRANCISCO UMBRAL, 1977 

domingo, 19 de febrero de 2017

Libro: Los amores diurnos




«De todos mis libros para mí el mejor es "Los amores diurnos". Me parece una novela preciosa, y al editor, a Salvador Pániker, cuando la sacó en Kairós, le encantó también. Me llamó por teléfono y me dijo: “Esto que me has mandado, Paco, es una maravilla”. Y la criatura era increíble, de cuento, aunque me han dicho que ahora se ha estropeado mucho. De cuento de hadas, y siento ponerme cursi, físicamente, porque luego era una malvada tremenda» 



Los amores diurnos
Francisco Umbral, 1979

He aquí un texto que no tiene género determinado. Libro abierto e inclasificable, poema-ensayo-novela-dietario, rueda de iluminaciones en torno a una figura de mujer, lejos del viejo psicologismo, retrato que se completa con la intuición, narración que avanza a través de la ambigüedad y la pluralidad de significados. Erotismo, lirismo, coloquialismo, intimismo, surrealismo se entrecruzan en una permanente exploración hacia los límites de la condición humana: una especie de diario diurno de un amor nocturno (es decir, onírico), una especie de amor diurno de unos sueños que viven de lo nocturno.

He aquí un Francisco Umbral nuevo, poético/pornográfico, que escribe con todo su cuerpo, con toda su memoria, y también con todo lo que ha olvidado. La raíz poética del texto no procede sólo de su forma sino también de su configuración global. Todo el libro es una metáfora del sexo que va segregando metáforas colindantes: el pene como metáfora, la defecación como metáfora, la sodomización de la mujer como metáfora. Hay una clave permanentemente metafórica, poética en su origen: éste es un ejercicio literario que quiere terminar con muchas ficciones. Da ahí la recuperación de las zonas y funciones más malditas del cuerpo humano, a través del lenguaje más directo y callejero, lenguaje de tapia. Umbral deja a Freud en el drugstore y reclama la devolución de todo lo que se había vuelto rígido en los moldes de una cultura desgastada.

He aquí, en suma, una obra maestra de desolación y ambivalencia, un texto infinitamente fugaz, un formidable forcejeo con el lenguaje, un modo nuevo de explorar y de escribir.

Umbral & Caballero Bonald



Estas fueron las palabras del escritor José Manuel Caballero Bonald cuando recibió el Premio Francisco Umbral, 2015:

“Francisco Umbral se distinguió por crear un lenguaje especial, íntimo; era un heterodoxo, un desobediente que no siguió los cánones de la moda y gracias a ello se tomó todas las libertades, y las literaturas grandes están hechas por desobedientes. En la obra de Umbral se halla un poeta que hace uso de la materia de la realidad para encontrar las grandes metáforas de la literatura. El libro "Mortal y rosa", fue la expresión de un dolor íntimo, un libro que no tiene parangón en la literatura española del siglo XX".

martes, 14 de febrero de 2017

Cuento: Tamouré



Alguien fuma en la noche y mira desde la ventana los otros pisos de un barrio popular de Madrid. Era verano y la década del 6o no había hecho más que empezar. François Hardy cantaba "Tous les garçons et les filles" con un ritmo monótono y una cálida insistencia.


"Tamouré"
FRANCISCO UMBRAL

Al anochecer levanto la persiana de madera y me siento en el borde de la ventana. Hay que tirar fuerte para alzar la persiana, y sujetar luego la correa en algún clavo. Entumecida por el sol de todo el día, la madera se resiente y suena como una metralleta. Los chicos del barrio, allá abajo, se han reunido en torno de una guitarra. Adivino sobre mi cabeza el peso de los largueros enrollados de la persiana, pugnando, con breves quejidos, por descender de nuevo, verticalmente, como una guillotina. Aún se ven en la acera de enfrente algunas tiendas abiertas.

«Ha cruzado ya la frontera medio millón más de turistas que el año pasado en la misma fecha», decían los periódicos esta mañana. Se está bien aquí, cerca del tejado, cerca del aire azul de las alturas, escuchando, en lo hondo de la calle, el relámpago sonoro del cierre metálico de una tienda, la música incompleta de los chicos y su guitarra, los gritos mansos que se escapan de un diálogo sostenido de balcón a balcón, como una guirnalda de palabras, por encima o por debajo de mi ventana, en algún sitio que no alcanzo a ver. Y —rumor de mar cercano y distante— el rodar de los automóviles. «Ahora, tamouré.» Los de la guitarra van a tocar y cantar «tamouré». Debe ser el ritmo de este verano. La melodía de estos meses calientes y dorados. Conozco vagamente a los chicos del barrio. Son, supongo, los hijos de los porteros o los dependientes de las tiendas de los alrededores. Visten camisas mustias de diversos colores y pantalones vaqueros. Enciendo un cigarrillo en la oscuridad. Las fachadas que tengo frente a mí son ya una gran superficie plana y en sombra, constelada de ventanas con luz y ventanas a media luz. Cada hogar, con su pequeño sol doméstico. La vida en amarillo, la vida en casi blanco, en casi grana, en casi azul. «Medio millón más de turistas que el año pasado en estas mismas fechas…»

—Que toque David.

La guitarra debe haber pasado a manos de David. ¿La habrán comprado entre todos? Suelen sentarse a la puerta del garaje, en el suelo, muy cerca unos de otros. No rondan a nadie. Son chicos sin novia. Deben estar enamorados de Françoise Hardy, de cantantes o actrices francesas, americanas. De mujeres así. Tocan hasta muy tarde. A veces desafinan, a veces discuten.
«… que también Delita ha estrenado bikini, pero yo no me lo pongo porque creo que no me favorece y además no sé qué me da. ¿Crees tú que me favorecería a mí el bikini? Tampoco aquí ha hecho calor este año, y me parece que no lo está haciendo en ningún sitio, pero ya sé que dices que escribo unas cartas muy tontas de modo que voy a dejarlo y…» La carta debe estar en algún sitio, por la habitación, ahí dentro, en la oscuridad. El cielo está muy claro y las estrellas más cercanas son como señales indicadoras que quisieran llevarnos a no sé qué fiesta de verano. Sí, son como las primeras luces de una fiesta que no se puede precisar bien dónde suena ya o todavía. La luna, casi deslumbrante, aunque envuelta en una especie de quieta polvareda nocturna, está como de sobra en el cielo. Es una joya excesiva. Un regalo con el que nadie se queda. Cuando baje la persiana para irme a dormir, volverá a sonar en esta solitaria altura su ráfaga de metralleta, su canto de codorniz súbita. Han cerrado allá abajo todas las tiendas. Sólo queda abierto el pequeño bar. Vienen coches, casi siempre de uno en uno, del fondo de la calle.

Esta calle tiene dirección única.

Tamouré. Es una hermosa y recalentada palabra. Ta-mou-ré. Hay que pronunciarlo así. Asimilando el ingenuismo de la primera sílaba; poniendo un tibio mimo en el «mou»; dejando escapar el aire en el acento agudo. Suena a Caribe falso. A trópico de microsurco. Pero es bonito. Es fácil. Sabe a verano, a este verano, precisa mente, y hace compañía. Un ritmo monótono, una cálida insistencia. La vida en amarillo. Aquella familia, la familia de aquella ventana, va a sentarse en torno de la mesa. Cenan un poco tarde, por lo que se ve. Siempre cenan un poco tarde. La vida en casi azul. Hay dos hombres con las camisas abiertas, en la habitación de aquel primer piso. Padre e hijo, seguramente. Fuman, o charlan, o leen. Están inmóviles. Ta-mou-ré.

La vida en casi grana. El hombre en camiseta lee su periódico. La vieja del tercero se pone una bata sobre otra. La vida en casi blanco. Ha entrado una muchacha en esa estancia clara. Por un momento, la curiosidad, el deseo de retener su melena y su vestido alegre en el hueco de luz que limitan las hojas entornadas de la ventana. (Ellos cantan allá abajo.) Mas ha desaparecido el rectángulo blanco. La muchacha, al otro lado de la calle, ha hecho girar el conmutador. Hasta la fecha, medio millón más de turistas que el año pasado. Y en algún lugar del mundo —lo decían los periódicos de la tarde— se ha firmado un tratado, otro tratado de paz antiatómica. Estroncio-90. Dicen que el estroncio-90 conspira silenciosamente contra nosotros en la atmósfera. Ta-mou-ré. Ellos cantan Tamouré. Estroncio-Tamouré. ¿Es la ecuación de este verano? Saber que una mujer, cerca del mar o de la sierra, te ha escrito, me ha escrito, está escribiendo una carta. Para mí. O la escribió esta tarde, entre los pinos, frente a no sé qué mar, frente a ningún mar. Un papel doblado que viaja hacia mí dentro de la botella de la noche. «¿Crees tú que me favorecería a mí el bikini…?» Ellas son así, escriben así. Escriben como son. Forman parte del paisaje. No saben si el mundo, la naturaleza, las quiere desnudas o vestidas. Dudan siempre entre varias hermosuras. Dudas entre ser tú o ser otra. «Tampoco aquí ha hecho calor este verano y me parece que no lo está haciendo en ningún sitio.» Viven en el calor, en el frío. Son el frío y el calor. Pertenecen a esa patria cambiante que es el clima. «Continúa también en Polonia la ola de calor» —decían esta noche los periódicos. «El termómetro ha alcanzado los 43 grados centígrados al sol. Diez personas han ingresado en un hospital afectadas de insolación. Por otro lado, en el mar Báltico, donde nunca suelen registrarse temperaturas muy elevadas, el termómetro alcanzó los 21 grados centígrados a lo largo de las costas polacas y 24 en la bahía de Szczecin.» Esa gente está terminando de cenar.

—¿Habrán comprado la guitarra entre todos?

Son chicos pobres de barrio elegante. Tienen la melancolía ciudadana del adolescente desvalido que crece al costado de los automóviles suntuosos y las mujeres elegantes. Saben a qué huele eso, a qué sabe eso. Hijos de ujieres y mayordomos, heredan a veces la ropa cara de otros chicos de su edad. Ahora se han comprado una guitarra. Están como un poco presos en estas calles, en este barrio. Implantan un retazo de suburbio sobre la acera. Del suburbio donde serían libres y fuertes. Y comparten la música de los otros; comparten, en cierto modo, gracias a la música, el mundo de los otros. La música de una misma generación es el mar secreto y melódico que les une. Quizá, lo único o lo primero que les une. Sienten al unísono en la música. En esta música estival, mojada de sol, ronca de guitarras eléctricas. Rumor de mar cercano y distante, el rodar de los automóviles por la noche de la ciudad. El cielo está muy claro y las estrellas más brillantes son como las primeras o las últimas luces de una fiesta de verano. La luna parece sobrarle al cielo. Quién sabe si un papel doblado viaja hacia mí en la negra botella de la noche. Durante el día de ayer la temperatura alcanzó en el mar Báltico los 21 grados centígrados.

Se está bien aquí, cerca del tejado. Ya nadie charla de balcón a balcón. He dejado de fumar y, desaparecida la lucecita de mi cigarro, es como si yo mismo me hubiese diluido en la noche. Desleído en las sombras. La vida en amarillo. La vida en casi grana. Va quedando negra la gran fachada. Se apagan las luces de las ventanas. Huele, de pronto, a campo, sobre los tejados de Madrid. La calle, negra y profunda, es un largo desfiladero de cuyo fondo ascienden trasuntos de hoguera nocturna, de gasolina quemada. Huele a neumático y a vecindario la gran noche del estío. Huele, quizás, el aire del mundo, a estroncio-90. El amor, la sangre, el cáncer de pulmón, los virus, el mar, las savias subterráneas trabajan en el silencio, tejen este gran presente donde yo me hallo, donde nada viene a instalarse. Los chicos de la guitarra se despiden a voces. Ayer, 21 grados centígrados en el Báltico. ¿Y en las piscinas de Madrid, cuántos grados centígrados?

Esta mañana, en la piscina, había unos niños rubios, americanos, al cuidado de una señora bella y silenciosa. Había adolescentes con bañadores de todos los tamaños. De todos los colores. Y un fragor de agua azul y verde —agua de colores falsos— en el que se movían cabezas felices, torsos denodados. Una mujer de piernas levemente musculosas, tostada en un tono dorado y mate, paseó largo rato al borde de la piscina. Se ponía y se quitaba las gafas negras. Encendía y arrojaba cigarrillos. Estuvo tendida a pleno sol. Nadó brevemente. Luego, cuando se puso una bata para marcharse, me pareció que envejecía secretamente. Tenía una belleza un poco violenta. Nada de la belleza sedante, convaleciente, indecisa, que uno prefiere o necesita. Pero la contemplé durante un rato, con infinito alivio de no ser su galán. Satisfecho de poder verla y nada más. ¿No es, quizá, la forma mejor de fijar en uno mismo, sin destruirlo, aquello que nos seduce? Ella vivía en el pequeño edén circular de mi mirada, entre una vegetación de brazos y piernas al sol. Eva sin Adán. Eva adánica.

Luego se fue. Y la olvidé. Toda la tarde, toda mi tarde, con el recuerdo del agua en la piel. La piel y su memoria. Una tarde como las otras; buscando manantiales de penumbra. Hasta la gran laguna negra de la noche. Esta laguna en cuyo fondo, en cuyas orillas, trabajan las savias subterráneas, y los virus, y el amor, y la sangre, y el cáncer de pulmón. Ahora, recuerdo a la mujer dorada de la piscina. Hay que bajar la persiana. Se han ido los del Tamouré. «Tampoco aquí ha hecho calor este año y me parece que no lo está haciendo en ningún sitio.» Un automóvil, allá abajo. Otro. Ellas son así. Forman parte del paisaje. Pertenecen a esa patria cambiante que es el clima. «Continúa en Polonia la ola de calor.» Sigue encendida la luz en aquella ventana. Se diría que no la van a apagar en toda la noche. Me tiendo en la cama sin sueño. Volver mañana a la piscina. Un agua hermosa de colores falsos. ¿De qué color es el agua en el mar Báltico, en las costas polacas, en la bahía de Szczecin? Bañarse —¡oh…!—, en el Báltico, «… que también Delita ha estrenado bikini.» Ellas son así.

Mañana habrá que contestar a esa carta.