sábado, 20 de febrero de 2016

Columnas



:: C O L U M N A S ::

He aquí algunas "Columnas" de Francisco Umbral, periodismo literario atravesado por la actualidad.

Haz un CLICK en los títulos para descubrirlas:


La primera columna en El País de un snob llamado Francisco Umbral

02. Cómer, Joder, y Caminar (1989)
La primera columna en El Mundo de "Los placeres y los días"

03. Enero, frío, Dámaso
Una columna/obituario poética

04. Detener el aire
El atentado del 11M, absurdo y violento

05. La patria del hombre
El atentado del 11M, absurdo y violento

06. Ignacio Aldecoa
El recuerdo de las piernas finas del escritor

07. Martín Descalzo
Premio Mariano de Cavia (1990)

08. El trienio (1979)
Premio César González-Ruano

09. Julio Cortázar 
Una rara columna de Umbral dedicada al gran cronopio.

10. Eugenio D´Ors
Su última columna (publicada en El Mundo de Pedrojota)

Madrid




“Renunciar a Madrid sería renunciar a mí mismo. Nací en Marid, dato que aquí no interesa demasiado, pero, aunque hubiese nacido en Triana, creo que mi vocación sería Madrid, que tiene un poder aglutinador que lleva a la diabla, como si nada, pero que ahí está. En países tan centralizados como España y Francia, donde hay que triunfar es en la capital” 

(“Los cuadernos de Luis Vives”)

viernes, 19 de febrero de 2016

Libro: Trilogía de Madrid




Esta reseña de Raúl del Pozo está contaminada de "umbralismo" y las citas, greguerías, nombres propios y adjetivos utilizados son los síntomas más comunes de esta enfermedad transmitida por los periódicos de Madrid (golfa ciudad y personaje de ficción) donde escribía Umbral.


Trilogía de Madrid: Una greguería infinita 

Para conocer el espíritu «rumiante» de Madrid, nada mejor que volver a esta obra de culto, ahora con prólogo de Javier Villán 

RAUL DEL POZO

Hay un Madrid moro, un Madrid árabe o andaluz, un Madrid judío, un Madrid cristiano y godo, un Madrid republicano. «Todos esos Madrides no eran sucesivos, sino recurrentes, mareantes; esta es una ciudad rumiante, que está siempre rumiando en su pesebre de siglos». En Trilogía de Madrid se cuenta la historia de esta golfa ciudad, desde el Puente de los Franceses a la Manhattan de Cuzco. En un museo de cera que reviviera aparecen los escritores, los generales, los actores, los pintores, los toreros. Se inicia la fábula cuando el escritor novel llega con su maleta de carterista a la ciudad de la gloria, de la leña, los mangurrinos, los mariposas, la madera, la marela, y los manguis.

«La guerra civil del 36 fue la guerra entre un general de Africa y un crítico de arte, Don Manuel Azaña». Estamos ante la memoria total de Madrid. Para ir a Grecia ninguna persona solvente puede olvidar el libro de Durrell, Las islas griegas; nadie que llegue a Madrid en los próximos siglos, si es que llegara, olvidará Trilogía de Madrid, una autopsia, un friso pompeyano, escrito por uno de Valladolid que vino a incendiar una ciudad, cuya única industria es el poder y su comercio, la potestad de confirmar los mitos. Y el pirómano de provincias relata, con la delicadeza y la música de un ciego, la jet-set y la high-life, el tardofranquismo, la transición rubia, el fin de 40 años de gerontocracia, Francisco Franco en el ataúd de ruedas de neumático escoltado por la guardia mora, el entierro de César González Ruano y todos aquellos acontecimientos dignos de ser contados.

Para algunos la obra cumbre de Umbral es Mortal y rosa, para otros El hijo de Greta Garbo; tengo yo la secreta opinión de que Trilogía de Madrid, el himno de Madrid, la hidra de cemento, la ciudad darwiniana que selecciona al más apto o al más cabrón es una de sus obras cumbres, si no la cimera.

En esta epopeya de traperos y capas, académicos y putos, Madrid no es una geografía sino un personaje de ficción. Trilogía de Madrid no es memorialismo, ni refrito de sus genialidades diarias, sino una novela en la que el protagonista es Madrid y el antagonista un maldito que mea whisky Chivas aunque viva en el arroyo Abroñigal, con los gitanos y los cromañones.

He aquí la inconsciencia de un Joyce posmodernista que veía por los ojos de Juan Ramón a los niños pequeños muy de mañana, como en un carrito de helados pintados de blanco, como si el niño estuviese haciendo la primera comunión y comiéndose un helado de vainilla. El libro es una infinita greguería de Madrid. Madrid una forma de meterse las manos en los bolsillos y limpiarse los zapatos, un porrón de vino, una taberna taurina, no saber la diferencia entre esmoquin, chaqué y frac. Un Madrid que se inicia en el Puente de los Franceses y fluye hasta los 60, se refleja en la página y en el agua esquelética del río, «la mierda de la sierra, el oro del Club de Campo, el Hipódromo, el Pardo, el rebeco locuaz y silencioso, muerto a telerifle, las niñas de Serrano, las marquesas».

En este libro, Francisco Umbral completa su teoría del posfranquismo, de la literatura, del dandismo. Profanador de tumbas y mitos, dice cosas terribles de los escritores cuando coloca una guillotina en su máquina de escribir. Habla de la «dudosa lírica de Antonio Machado»; «Berceo, Balzac, Galdós, Baroja escriben mal, no pulsan el idioma ni son pulsados por él. Gustan a quienes no gustan de la literatura». De Miguel Hernández : «A mí no me iban ni su bondad, ni sus dramas de aldea»; «Bergamín, embohardilldo, perfileño y feo creyendo que con dar una vuelta a las palabras puede obtenerse una verdad».

Más que en otras obras de Umbral ésta es una lectura de su yo. Ve el pasado con crueldad, con lucidez, sin arrepentimiento. En él, la memoria es el estilo, el principio de su genio y al escribir su vida escribe la de todos los que llegaron de provincias, un «atardecer temulento, en un autocar gris y mareado de su propio motor...».


Referencia: El Mundo (La Esfera de los Libros), 1999

jueves, 18 de febrero de 2016

El frío




«El frío es más que el frío, el frío es lo que de enemistad tiene la vida para conmigo, el gesto hosco que me pone, una agresión repetida a lo largo de los años, serpiente de cristal, hoguera helada que me consume.» 

FRANCISCO UMBRAL



P.D: El cuadro es del pintor Modest Cuixart

martes, 16 de febrero de 2016

Autorretrato, 1965




Francisco Umbral es madrileño. Tiene treinta y un años y desde muy joven vive dedicado por entero a la literatura. Ha publicado numerosos relatos y obtenido diversos premios. Pero, hasta ahora, su labor más intensa, diseminada por toda la prensa y revistas nacionales, es la de articulista, crítico literario, y la de ensayista constreñido a las medidas del periodismo, que ha ejercido con agilidad, intención y buen estilo, y siempre en una línea de trascendente actualidad. La prosa de Umbral, narrativa o ensayística, es siempre sugestiva y madura.

viernes, 12 de febrero de 2016

Cuento: Como el lento crecer de la cutícula



Un detalle como las tijeras de cortar las uñas le sirve a Umbral para hablar de los niños de la guerra, de su madre, de Sofia Loren y del tiempo, pero recuerda que un cuento es un cuento. La vida es un obstinado y lento crecer de la cutícula.



Como el lento crecer de la cutícula
FRANCISCO UMBRAL
1.9.67.


Ahí están todavía las tijerinas ¬--siempre las hemos llamado en casa «las tijerinas»--, pues, naturalmente que están ahí, dentro del armarito del cuarto de baño, y en cualquier momento puedo utilizarlas --tan melladas ya, las pobres, tan usadas, tan vividas-- para cortarme un pelillo que se le ha escapado a la máquina de afeitar eléctrica --cabezas flotantes, cuchillas no sé qué y mucho cuento, pero a la hora de la verdad, siempre queda el rabo de la barba por desollar--, como cuando mamá las utilizaba para hacerse las uñas o para hacérmelas a mí.  

Y ya ha llovido.  

Soy un niño de la guerra. Somos los llamados niños de la guerra. Pero los niños de la guerra nos afeitamos ya la recia barba de cabezas de familia con maquinilla eléctrica americana o alemana, --las españolas, de risa, trepidan como tanques, y no es por derrotismo--, de modo que las cosas han cambiado y no es ya como cuando mamá, allá en la provincia, las cosas, la vida, al salir de misa, los domingos, se quedaba en la ventana, en el balcón, en el mirador, haciéndose las uñas con aquella manera suya de hacer las cosas, despacito y buena letra, «que el hacer bien las cosas importa más que hacerlas», leería yo luego en Antonio Machado (poesías completas, con un retrato hecho por un hermano del poeta; libro que papá debió regalarle a mamá cuando estaban en la época de regalarse libros, que luego ya la gente no ha vuelto a regalarse nada, como no sean regalos prácticos, de esos que dicen ahora, una camisa de lava y pon o unas medias indesmallables).  

Un cuento es un cuento. Pero lo de las tijerinas es de verdad, era de verdad. Mamá tenía sus cosas. Después de misa de doce, mientras escuchábamos las campanadas que llamaban a los de misa de una, estábamos en el balcón como en el mismísimo cielo, porque nosotros ya habíamos sido santificados por el cumplimiento dominical y las otras pobres gentes, en cambio, acudían presurosas a la iglesia, como con miedo de llegar tarde para salvarse. Porque ya se sabe que nadie quiere ir ni siquiera al purgatorio, sino derechamente al cielo, que es donde suenan las campanas de la parroquia, donde sonaban en los domingos azules --pero qué azul el de aquellas mañanas, como de cielo ya visto desde dentro-- de mi infancia, de mi adolescencia, no sé.
  
Despacito y buena letra, que el hacer bien las cosas importa más que hacerlas. Ella tenía unas manos ovales --ojivales, hubiera dicho el poeta, pero yo no soy poeta, aunque conozco algunos-- y blancas, no monjiles, no, sino casi enérgicas, para hacerse las uñas con las tijerinas, con las tijeritas, o para escribir cartas con la pluma estilográfica, aquella estilográfica de antes de la guerra que todavía seguía haciendo buena letra después de la guerra --una de las pocas cosas que sobrevivieron y no perdieron el pulso con los tiros--, de modo que todavía hoy, al cabo de los años, puedo revolver algunos papeles y encontrar su hermosa letra muerta, redonda, clara, un poco temblorosa ya hacia el final, en anotaciones, cuentas y documentos familiares, de esos que parecen más importantes, casi pergaminos, casi títulos nobiliarios, cuando el tiempo les pone inútil y pretenciosamente amarillos.
  
De vez en cuando, de tarde en tarde, cuando yo me dejaba, ella aprisionaba mis manos oscuras, peleadoras, rasguñadas, guerreras, heridas, y me hacía las uñas, después de un buen lavado. Y allí estaban mis dedos de jugar a las canicas, de disparar el tirador, mis manos gateadoras, mis pequeñas garras sucias y recién limpias, entre sus manos blancas, yaciendo, como un murciélago extrañamente acunado por dos palomas., Me cortaba las uñas con las tijerinas. Me las recortaba en forma semicircular, haciendo desaparecer las pequeñas almenas de picachos y mordeduras que las convertían en garras. Pero lo más delicado, lo más de ella, su obra de arte, era el irme recortando el lento crecer de la cutícula. Como el lento crecer de la cutícula; así crece el tiempo, así crece la vida, así pasan las cosas, sin que se note de un día para otro. Pero el lento crecer de la cutícula va ahogando, ocultando la hermosa media luna que había debajo, la hermosa media luna del nacimiento de la uña. Ahora, a los niños de la guerra nos hace las uñas una manicura de la Gran Vía, o de la peluquería del barrio, una manicura de esas que llevan la bata pequeña, lo cual las hace un poco hospicianas, que hospicianas provocativas, llenitas, no sé. Uno se siente más hombre que entonces porque se afeita con maquinilla eléctrica de cabezas flotantes la obstinada barba de cada día, y porque puede o no puede pagar a la manicura de la peluquería, que tiene sus chismes y sus palanganitas, y sus estiletes, y sus toallitas y sus tijeras, y sus limas, siempre dispuestos para cuando llega el cliente.
  
- ¿Ha visto usted la que han estrenado en el Capitol?  
- No, guapa; tengo poco tiempo para ir al cine últimamente.  
- Ustedes, los hombres, ya se sabe, el fútbol y de ahí no hay quien les saque.  
- ¿Y dices que es bonita la del Capitol?  
- Ay, a mí me ha chiflado. Claro que es por Richard Burton. Yo no me pierdo una de Richard Burton. O Barton, o como se diga. Porque mi novio, que tiene el peritaje, dice que se dice Barton. ¿Usted cree que se dice Burton o Barton?  
- Pues verás...  
- También, qué suerte, la Liz Taylor esa. Y que es más bien bajita. Claro que a guapa no hay otra. Ni la Loren, tan exagerada. Por eso se los lleva ella.  

No sé si se refiere ya a la Loren o a la otra, pero le digo que ella tiene un aire a la artista. 

- Pues tú tienes un aire a esa mujer...  
- ¿Yo? Quite usted para allá. Los hombres, siempre tan piropeadores. No hay un cliente que no me salga con una cosa así. Claro que las que tenemos novio formal. ..  

Y se queda tan calladita, no sé si sintiéndose por dentro Elizabeth Taylor o Sofía Loren. Y pienso que no estaría mal que me hiciera las uñas Elizabeth Taylor, o Sofía Loren. La una con sus manos menuditas, un poco gordezuelas, anilladas, manos de Cleopatra apócrifa; la otra, con sus manos grandes, morenas, teñidas aún por la sal y el viento de Nápoles. Me decido mentalmente a adoptar como manicura a Sofía Loren, mientras las manos obreras, cuidadas, un poco chatas, de la chica de la peluquería, van recortando y recortando el lento crecer de la cutícula, como cuando las manos de mi madre y mis manos de niño callejero o de niño enfermo, mis manos ya fuertes, ya nerviosas, o liliales y febriles, casi manos de niña --«vas a tener manos de mujer, sino fuera por los pelos»--, varoniles más tarde, con las uñas un poco grandes y la cutícula lenta, pero obstinada, que en tardes de soledad, en mañanas de olvido, en domingos sin madre, me recorto yo mismo, lentamente, nerviosamente, primero la mano izquierda utilizando la derecha, y luego viceversa. Creo que me manejo bien con ambas manos aunque siempre queda mejor la izquierda, claro, como que es la mejor atendida y la que menos trabaja, la que ha holgado en el bolsillo de la chaqueta, o del abrigo mientras la otra mano, la derecha abría puertas, hacía girar picaportes, escribía cartas, apuntaba números, estrechaba otras manos, acariciaba un pelo de mujer con amor o sin amor, pero siempre con devoción. ¡Ay!  
Los niños de la guerra se hicieron hombres, nos hicimos hombres, y me pregunto ahora para qué, por qué tanto esfuerzo, tantos días, tanta vida, tanto amor, tanto tabaco, tantos billetes de autobús, tantos cafés ni fríos ni calientes. Un hogar como miles, como millones de hogares, y en la pequeña repisa del pequeño armarito del pequeño cuarto de baño, las tijerinas de mamá, útiles todavía, inútiles siempre, con esa permanencia de los objetos, con sus dos aros un poco ovoidales para meter los dedos y sus filos ya mellados, suavizados, y una de las puntas más corto que la otra, ni siquiera rota, solamente gastada. La vida es un obstinado y lento crecer de la cutícula. ¿Nos pillará el día de la muerte con la cutícula recortada o con la cutícula crecida?
  
Lo que importaba, me digo, nos decimos, es que mamá tomase las tijeras, tomase mis manos y se dedicara a reparar estragos de toda la semana, huellas de canteras, rastros de guijarros, manchas de brea y de tinta. A recomponer aquellas manos, a dotarme otra vez de manos, cuando la no tan lenta ni darwiniana evolución de las especies me las había ido convirtiendo en garras en sólo una semana de escuela o de novillos, a la orilla del río o en los últimos barrios --chabolas y lagartos-- de la ciudad. Pero eso no puede volver. Mamá está muerta y todavía la crecerían un poco las límpidas uñas bajo la tierra, en las manos ovales (ojivales, vaya), con que ella escribía y escribía con su hermosa letra de muerta-viva. (Porque a los que ya están muertos, siempre les recordamos y les imaginamos ya como muertos-vivos, como vivos-muertos, igual que durante el sueño, cuando soñamos con ellos; y para qué decir que yo sueño mucho con mamá, casi todas las noches, y, en sueños, siempre está viva y muerta a la vez, qué cosas.)
  
- Pues le aconsejo que no deje de ver la del Capitol. Claro que a usted Richard Burton...  

Richard Burton. Preferiría que me hiciese las uñas Sofía Loren. Es una traición a mamá (los muertos son unos eternos traicionados), pero de verdad que me gustaría. En el cine me he fijado en sus manos. Tan largas, tan morenas, casi varoniles; pero no, nada de varoniles, sólo que grandes y un poco huesudas en los nudillos, como si llevase el esqueleto anillado, por dentro. En sus primeras películas, las del neorrealismo --los niños de la guerra, los niños de la guerra--, movía mucho las manos, las enseñaba mucho, las alzaba como crestas, a la manera napolitana. Ahora debe ser otra cosa. Más suave, más señora, pero las mismas manos delgadas y grandes de mujer etrusca. Qué perdidas, qué tontas, qué de oficinista mis manos en las suyas. Perdona, mamá... Esta manicura tampoco lo hace mal.
  
Pasa la vida, crecen los años, el tiempo le trabaja a uno por dentro, como el mar trabaja dentro de los ahogados. Todos somos náufragos en las aguas del tiempo, ese tiempo que einstenianamente no existe --cuánto hemos aprendido los niños de la guerra--, y que sólo es movimiento, puede reducirse enteramente a movimiento, a crecimiento, como el lento crecer de la cutícula. Por eso hace falta una mujer --aunque sólo sea la manicura de la Gran Vía, como tantas otras manícuras de la Gran Vía-- que nos recorte la cutícula y deje aparecer otra vez la hermosa media luna de la esperanza. Hace falta una mujer, que puedes ser tú, a quien no había citado hasta ahora, que puede ser incluso Sofía Loren. Que pudiera ser mamá, mejor que nadie. Pero por qué ponerse así. Sé que sólo tengo que ir al baño, tomar las pequeñas tijeras de entonces y ponerme yo mismo a la tarea. 

Poema: La cita



En este poema, Francisco Umbral parece tener una cita con su pasado "donde todo se destrenza y el silencio empieza a tener frío".


La cita
FRANCISCO UMBRAL, 1966

Quedándome parado, aquí parado, cuando se embota de belleza
— de belleza o de sangre—
el ir viviendo. Como una tarde que nadie se ha acordado de dar muerte
y se prolonga cielo adentro.
Como frente a una tapia de encalada tristeza
donde los ojos enseguida llegan
y ya no tienen qué mirar.
Como ese rodeo que a veces le doy a la costumbre porque la vida
— en lo que mi impuntual corazón se va tardando—
sea mentira ni verdad.
Entonces, lo que traigo conmigo, tanto mundo
como a mi andar se incorpora,
puede sobrevenirme por la espalda.
Pero no.
Lo que ocurre es que nada venía tras de mí.
Que si me paro, o si me siento, o si abro un periódico en blanco,
mi propia soledad me conmociona.
Tanta soledad desplazo
que es ya casi ruidosa y se la escucha.
Y nunca sabré —así parado, o tomando los atajos de llegar tarde,
o abreviando por donde nunca se llega—
si lo mío es quedarme o partir, si tengo
yo una cita o no la tengo.
Quizá resulta —sí, eso va a ser— que soy
la cita yo, que en mí se han dado cita.
Porque a veces lo siento —así parado, aquí, precisamente—,
siento que soy lugar adonde vienen.
Y es que acierto a quedarme entre dos calles,
en esa confluencia por donde ha de pasar todo el crepúsculo.
Donde silencio y sombra hacen su gran aparte.
Desde mí se ve bien que viene junio,
se abarca el panorama de las huertas,
las gentes que componen el futuro,
braceros de cada tarde, lentos horticultores
agotando el color de cada rosa,
tras las cercas que dan al ayer o al mañana.
En mí se han dado cita unos y otros.
Y los que solo vienen a asomarse, para cantar las horas
del esfuerzo,
y quienes vienen para descansar,
tienen en mí su cita, aquí se paran, presenciando el contorno,
el redondel humano del vivir.
Como que aquí parado siento yo todo esto.
Quizá, solo un momento. Pero yo soy la cita.
Sin mí, no estando yo, jamás coincidirían.
Jamás este hondo cruce, ápice de cada tarde,
en que la sola luz se va con todos,
cuando entre todos traen una sonrisa.
Soy yo —o me lo parece— la cita que tenían con la paz.
Aunque más tarde todo se destrenza
y la armonía en restos vuela y va.
Empezará el silencio a tener frío;
me quedaré, no sé si acompañado;
volveré sobre los pasos de la tarde,
pisando
la destemplada médula del aire.
Dudando, una vez más, si tengo yo una cita o no la tengo.
Pero, y ese momento, aquel momento, cuando acerté a pararme,
cuando algo me dio el alto, allá en lo verde,
y a propósito de mí ocurriría todo,
en tanto que una fuente nacía en cada calle.
En tanto que las madres y los niños,
la historia de cada pájaro, un suceso en el cielo, los tejados más bellos
y el esquinado pecho de los barcos.

Poema: Noctuario íntimo



Poema en prosa de 1966, donde Umbral se pregunta por su infancia y juventud en un golpe de olvido.



Noctuario íntimo
FRANCISCO UMBRAL, 1966

Decir de dónde vengo, de qué vengo,
aquella lluvia cayendo en interiores,
aquella tarde enferma que llamaré mi infancia.
Darle un nombre, por fin, a todo eso.
Era la más delgada tristeza, un quebradizo caos, una alta
cenefa de fulgor, de sueños, de inventiva,
mientras mis pies rodaban vagamente.
Una estatura que no me pertenecía, que me quedaba holgada y triste
como la ropa de los muertos.
Llamarle infancia a todo aquello...
Infancia es una larga y blanca palabra que dice arenas nuevas,
vida rubia. No le va la palabra a lo que cuento.
Solo para entendernos digo infancia.
Descamisado el corazón, más tarde,
pero no tan abierto que se me viese el miedo,
buscándole a los días su noche clandestina,
buscándole a las noches su oculto día pálido.
Llamarle a aquello juventud...
Juventud es una erguida palabra valerosa.
Pero yo bordeaba los ribazos de sombra,
le iba dando la vuelta, por detrás, al monte luminoso,
al sinaí de luz de cada día.
Llamarle a aquello juventud.
Vengo de tardes que a nadie hicieron feliz,
de ciudades sin calles, de calles sin ciudad;
soy resultado oscuro, producto, consecuencia
de una serie de inviernos que la lluvia nos trajo encadenados.
Soy un cruce de días anticipados y retrasados días.
No me ha llovido a tiempo, me ha dado el sol temprano.
Mi entramado del pecho me lo inventé yo mismo.
Pero puedo olvidar, y eso me salva.
Empezaba a escribir para contarlo todo.
Pero puedo olvidar, otras veces me ocurre.
(Hay un repentino golpe de olvido, como un mar que vuelve
la espalda.)
Olvidar que soy hecho de mitades, fingida mi unidad.
Y es ya solo la vida, el presente diverso, abierto en muchas calles.
Una plaza de lenta actualidad, caras que dan perfume,
innecesarias luces que solo la alegría puede haber encendido.
Provisional, el mundo, se prueba en mí chaquetas, ropas optimistas,
levedades de lienzos y de color.
Salgo y entro, y olvido, en esta mezcla, que yo también soy mezcla.
Me contrasto con todo, vagamente, al pasar por espejos, por miradas.
Me contrasto con vidrios, con tejidos.
Respondo en bloque al roce de la vida,
reacciono contra manos, contra amistosos picaportes.
Me resuelvo en saludo, en prisa, en paladar o carcajada,
como si fuera, como si todo yo tuviera un único sentido,
muy preciso y despierto.
Puedo olvidar.
Puedo llegar —ay— a creer que de verdad soy uno y soy yo mismo.
Que lo que el sol me toca es mi entereza.

martes, 2 de febrero de 2016

Entrevista a Umbral, 1996




Para Umbral las entrevistas eran un género menor del periodismo, donde el entrevistador nunca conseguía captar la esencia de sus palabras y de sus ideas. En ésta, Carmen Rigalt, le pregunta sobre Valladolid, la capital del dolor y sobre la figura de un padre ausente. 


Francisco Umbral"Ignorar la Guerra Civil me parece suicida" 
POR CARMEN RIGALT


Para Francisco Umbral Valladolid es la "Capital del dolor". Es en esta ciudad, aunque no la mencione por su nombre, donde sitúa la trama de su última novela, un libro herido por el recuerdo de la Guerra Civil. Y su protagonista, un adolescente llamado Paulo, es un poco él, aunque naciera en el 35 y no recuerde esos años amargos de fragor de banderas y tiros. Lo que sí recuerda, en cambio, es la posguerra, una época horrible en la que pasó un hambre espantosa. Pero la Guerra Civil está presente en muchas de sus obras porque "la España de Felipe y Aznar tampoco puede comprenderse sin conocerla".


A la izquierda de la casa según se entra, después de atravesar un estrecho pasillo vegetal, está la piscina por donde navegan libros imaginarios, diccionarios abiertos de tripas, goletas de papel que naufragan lentamente hasta hundirse en los infiernos del olvido. Umbral contempla el espectáculo desde un sillón de mimbre, arropado entre cojines, hierático, armonioso de huesos, con esa lentitud gestual que parece hecha para la escena. He venido a su dacha a entrevistarlo y hago como que lo miro con ojos nuevos para no perderme nada. Visto así, desde fuera, Umbral se me antoja la figura central de un lienzo impresionista: estampa de pincelada gruesa, bien iluminada de atardecer, arropada de verdes, solemne, quieta. A su lado, ligeramente desplazada pero ocupando parte de ese protagonismo, está Loewe, una gata de cuerpo color vainilla que luce una muesca en la oreja, huella quizá de alguna correría nocturna. La gata se enrosca como una ensaimada y comienza a dormitar entre arrullos de palabras.

Umbral bebe agua. Acaricia el vaso mientras habla, deslizando sus dedos por la superficie del cristal con la misma ternura con que de vez en cuando, tal vez mecánicamente, alarga la mano y acaricia el lomo avainillado de la gata. Viste albornoz blanco (Umbral, no la gata, se entiende) y pañuelo de seda al cuello. Más tarde, en cuanto empiece a refrescar, se echará una americana sobre los hombros y los dos coincidiremos en señalar que el tiempo anda algo revuelto.

El tiempo, pues, nos revuelve y ocupa. Hablamos de tiempo y de tiempos, de otros tiempos, esos que ahora están atrapados en las páginas de su última novela, “Capital del dolor”, un libro herido del recuerdo de la guerra. Paulo se llama el protagonista de la novela. Paulo es Paco a medias, o a enteras, porque en él vuelca un sentimiento vivido en su propia memoria antes de venir al mundo, cuando el patio nacional era un fragor de banderas y los sublevados se afanaban por sacarles lustre a los fusiles. 


Pregunta: Ayúdeme, Paco, a recordar la letra del “Cara al Sol”, que a mí no me viene.

Respuesta: "Cara al sol con la camisa nueva, que tú bordaste en rojo ayer, me hallará la muerte si me llega, si no te vuelvo a ver. Volverán banderas victoriosas, al paso alegre de la paz, y traerán prendidas cinco rosas, las flechas en tu haz..." O en su haz, eso no lo recuerdo bien. Luego sigue: "Volverá a reír la primavera, que por cielo y tierra nos espera".

P: Quieto ahí. ¿Volverá a reír la primavera?

R: Sí, yo utilizo la frase en la novela. Es un verso muy bonito. Para ellos, los falangistas, la primavera era la paz, el imperio, todo eso. Pero cada uno tenemos una idea distinta de la risa de la primavera. Yo creo que la última vez que rió la primavera fue cuando la muerte de Franco, y luego en el ochenta y dos... Pero tardará mucho en volver a reír. Seguro.

P: En realidad yo quería preguntarle otra cosa. Terminó el fascismo de camisa azul, pero ¿ha terminado el fascismo de camisa blanca?

R: Al contrario. Está cada vez más impuesto. Lo que trae Aznar es el fascismo de camisa blanca, o sea las máquinas, las privatizaciones, el capitalismo total. Eso es algo que se está fortaleciendo en todo el mundo.

P: Volvamos atrás. ¿De niño, llevó alguna vez camisa azul?

R: No me dejaba mi madre. Un día, en el colegio, me eligieron para desfilar en uno de aquellos aniversarios del Movimiento. Como era el chaval más alto y espigadito de la clase pensaron que quedaría muy bien con la bandera. Llegué a casa feliz, contándoselo a mi madre y a mi abuela, pero ellas se negaron. Me llevé una decepción total porque ya me veía por la calle Santiago de Valladolid molando con las niñas. Supongo que mi madre llamaría al colegio poniendo alguna disculpa tonta. Tampoco era cuestión de decir la verdad.

P: La verdad es que eran ustedes rojos, claro.

R: Azañistas. Mi madre había sido de Azaña, así que en la guerra estuvimos muy señalados.

P: Pero usted nació en el año 35, no puede tener recuerdos de la guerra.

R: De lo que tengo conciencia es de la posguerra, sobre todo del hambre. Recuerdo que me daban una mandarina de postre y, a escondidas, guardaba la piel en el bolsillo para comerla camino del colegio. Cuando pillaba unos céntimos, los gastaba en comida: castañas pilongas, pasteles, lo que fuera. La comida era más importante que los tebeos. También hice estraperlo de pan blanco. De un pueblo nos mandaban unas hogazas hermosísimas que yo iba a vender a la puerta del mercado. Me ponía la hogaza debajo del abrigo y, como un exhibicionista cualquiera, cuando veía una señora con buena pinta, me abría el abrigo y enseñaba el pan diciendo "cinco pesetas, cinco pesetas". Lo de comerme la piel de la mandarina lo hacía a escondidas de mi madre y mi abuela, pero a vender la hogaza me mandaban ellas. Cinco pesetas eran mucha pasta.

P: Y la guerra, ¿cómo le han contado que la pasó?

R: Yo nací en Madrid, pero cuando estalló la guerra nos fuimos. Por lo que he sabido, vivimos mejor en la guerra que en la posguerra. Durante la guerra, al menos en la zona de Franco, teníamos de todo, pero la posguerra fue horrible, sufrimos un hambre horrible, espantosa. Los tres años de guerra los pasé entre Valladolid y León, porque mi familia procedía de Valencia de Don Juan, un pueblo en el que mi bisabuelo había sido una especie de señor feudal. Luego nos quedamos en Valladolid, malviviendo.

P: ¿De qué categoría era su cartilla de racionamiento?

R: Eso no lo sé. Tengo el recuerdo de la cartilla de alimentos, como también tengo el recuerdo de la cartilla de fumador, que suponía todo un expediente político: o te la daban o no te la daban. En casa no tuvimos ese problema porque no fumaba nadie. Salvo mis primos y yo, lo demás eran mujeres.

P: ¿Dónde estaba su padre?

R: En Madrid, en la cárcel.

P: Quiero que me hable de él. En las novelas evoca mucho a su madre, a su abuela y a sus tías, pero la figura de su padre siempre ha quedado diluída.

R: Lo conocí poco. Durante la guerra estuvo mucho tiempo preso, y al no tener noticias de él, llegamos a pensar que lo habían matado. Luego salió de la cárcel y volvieron a meterlo. Mi madre y yo veníamos a Madrid a verlo. De esos viajes guardo recuerdos bastante nítidos, imágenes de las casas bombardeadas y hundidas. Valladolid era una ciudad entera, pero Madrid estaba en ruinas. 

P: ¿Por qué metieron a su padre en la cárcel?

R: Por azañista, sin más. Era un hombre de ideas políticas inofensivas, un burgués. Tenía unos laboratorios farmacéuticos, pero su vocación siempre fue la literatura, era muy amigo de Julio Romero de Torres, de Enrique de Mesa y de muchos poetas de la época. Nunca llegó a escribir en serio porque tenía dinero y el dinero puede malograr a un escritor. Le sacaba casi treinta años a mi madre, yo lo recuerdo siempre como un señor mayor, delicado de salud. Cuando entraron los nacionales en Madrid, un par de tíos míos se fueron a buscarlo. Uno de ellos, mi tío Luis, lo encontró en plena calle Alcalá, paseando entre la multitud. Figúrate. Se pegaron un abrazo total.

P: ¿No se había puesto en contacto con ustedes?

R: Estaba en la resistencia, esperando el momento. Tengo idea de que había una criada llamada Polonia que iba y venía de Valladolid a Madrid. Seguramente ella nos traía noticias, pero yo no me enteraba del trapicheo.

P: Fue entonces cuando empezó a conocer a su padre, supongo.

R: Poco, porque enseguida volvieron a llevárselo a la cárcel. Entraba y salía intermitentemente. Estaba muy enfermo del corazón y murió a los cuatro años de ser liberado del todo. Mi madre siempre repetía que yo también moriría del corazón, pero cada vez que me hago un electrocardiograma dicen que estoy cojonudo.

P: Cuénteme más cosas de su padre, Paco. Está en deuda con él.

R: ¿En deuda? ¿por qué?

P: En deuda literaria, se entiende. A su madre le ha dedicado muchas páginas de su obra, en cambio a él...

R: Con mi padre viví poco, pero me transmitió los genes literarios, aunque luego fuera mi madre, que era funcionaria del Ayuntamiento, la que me inició en los libros. Todo esto no suelo contarlo porque nunca me ha gustado hacer realismo. Me aburre contar las cosas como son. Prefiero dar versiones líricas, y en todo caso imaginarme a mi padre vestido de lord Byron. No es cierto que lo tenga olvidado. Él era como yo, pero en guapo. Igual de tipo, igual de andares, de todo.

P: ¿En su casa se hablaba de política?

R: Sí. Mi madre era una mujer muy politizada. Se hablaba de la Guerra Mundial, que era como hablar de España pero más fácil, con menos peligro.

P: ¿Usted se daba cuenta?

R: Yo tenía conciencia clara de que no estábamos con Franco, y cuando en el colegio cantábamos las canciones falangistas, nunca me sentía aludido. Pasaba. Más tarde comprendí que eran canciones bonitas, con unas letras maravillosas como aquella de "Flecha de España, lánzate al cielo, que un blanco has de encontrar, busca el imperio que ha de llevarte por cielo, tierra y mar...". Pero no iban conmigo. Nosotros éramos de izquierdas y encima pobres, muy pobres. A mi padre se lo habían quitado todo en la guerra y vivíamos mal. Es curioso: siendo, como éramos, muy pobres, también manteníamos pobres. Mi abuela, que iba por la vida de gran señora, hablaba de las clases artesanas para referirse a los obreros. Aunque no tenía un duro, ella le echaba mucha dignidad a todo. En el barrio, que era un barrio bueno, la gente nos miraba de igual a igual, y los propietarios de las tiendas de comestibles nos trataban con un respeto enorme, a mi abuela la llamaban doña Luisa, y a mi madre doña Ana María, pero no pagábamos, nos tenían que fiar y debíamos medio año de comida. Siempre nos relacionábamos con la gente bien, lo cual significaba una curiosa inercia clasista.

P: ¿De qué color hizo usted la Primera Comunión?

R: De ningún color. Con un simple jersey de rombos que me dieron en Auxilio Social. Mi abuela me llevó un domingo por la mañana a una iglesia de frailes carmelitas y allí comulgué discretamente. Recuerdo que yo guardaba una pastilla de chocolate en el bolsillo para comérmela después de tomar la hostia. Mi abuela era muy religiosa y mi abuelo, el abuelo Claudio, también. Rezaban mucho, él siempre tenía un rosario cerca, iba cortando queso con la navajilla en una mano y el rosario en la otra. Eran dos clásicos del cristianismo, pero no incordiaban.

P: Me lo pone en bandeja, Paco. Dígame qué piensa del retorno de la religión a los planes de enseñanza.

R: Deben estudiarse las religiones, pero como cultura, no como precepto. Uno de los errores de la reforma Maravall fue ése, cargarse la Historia Sagrada. Las religiones son formas de cultura con gran riqueza literaria. Los socialistas no supieron entenderlo. Seguramente creyeron que serían mejores socialistas cepillándose a Jonás y a los ángeles que llegaban a Sodoma.

P: Al final los socialistas incluso habrán tenido la culpa de que renazca el fundamentalismo católico.

R: Pues casi.

P: ¿Dónde está la raya entre la izquierda y la derecha?

R: Para mí, que soy muy antiguo, la raya sigue estando en Marx. El dinero es lo que mueve el mundo. Todos los movimientos de la historia se producen por motivos económicos. Rebatir eso con razones metafísicas, o morales, o nacionalistas, es darle alas a la derecha. La política de izquierdas parte de la idea de que el dinero pertenece a una minoría y que por tanto hay explotadores y explotados. Los sentimientos nacionalistas de un burgués, catalán o madrileño, a mí me la sudan. Son simples coartadas para no hablar de la cuestión real, que es la pasta. Ese discurso lo repite una y otra vez Julio Anguita, pero al pobre no le escuchan.

P: Ahora todo el mundo es demócrata de toda la vida. ¿Es tan importante ser demócrata?

R: La democracia me parece el estado más avanzado de la cultura política, y de hecho funciona en los países maduros, instalados y prósperos. Pero los americanos quieren instaurar democracias en sitios donde la gente ve un reloj de pulsera y lo adora como si fuera un dios. Pues no. Yo sigo creyendo que las dictaduras de izquierdas son el mejor sistema para redimir un país de su atraso. La democracia está llena de defectos, pero puede perfeccionarse. Su utopía consiste en mejorarla indefinidamente.

P: ¿Dónde están ahora los intelectuales comprometidos? ¿Por qué aquí no se moja nadie?

R: Cuando ganó el PSOE las elecciones, los intelectuales creyeron que habían llegado los suyos y se relajaron. Sin ninguna mala conciencia se entregaron a Felipe y a lo que daba el ministerio y la cultura oficial. Un buen día se encontraron con que todo estaba podrido, pero ya era tarde para rectificar, así que han optado por mirar hacia otro lado y no enterarse. Ahora han llegado a un punto de no retorno. 

P: La generaciones nuevas ¿tienen memoria de la Guerra Civil?

R: Es necesario que la tengan. Ignorar la Guerra Civil me parece suicida. Es como si los americanos ignorasen su guerra de secesión, clave de la vida americana de hoy. La España de Felipe y Aznar tampoco puede comprenderse sin conocer la Guerra Civil. Pasar de ella es darle la espalda a la Historia. 


Referencia: El Mundo (LA REVISTA) Domingo, 14 de julio de 1996. AÑO VIII. NUMERO 2.433