jueves, 7 de enero de 2016

Autorretrato, 2001




Autorretrato del articulista primerizo, admirador de Ruano, flamante ganador de la Flor Natural de Tomelloso y que poco a poco iba dejando atrás pensiones de sombra escribiendo sobre aquel Madrid "absurdo, brillante y hambriento".



Francisco Umbral, Columnista
FRANCISCO UMBRAL, 2001

Los periódicos de Madrid llegaban los domingos a mediodía y él los compraba –ABC, Arriba, etc.– todavía palpitantes de noticia y velocidad. Valían 40 céntimos o una peseta y con ellos pasaba la tarde, en la cocina goteante de la casa solitaria, leyendo a Pérez de Ayala, Eugenio d’Ors, Gregorio Marañón, González Ruano, Pemán, Azorín y todo eso, o sea los articulistas de la dictadura, que eran cada uno de ellos como un mundo pequeño y aparte, como un viaje, como una evasión, aunque pareciese que hablaban de lo mismo que el resto del periódico, pero estaban hablando de otra cosa, de sus cosas. Así le nació la vocación modesta y laboriosa de articulista, que hoy se dice columnista y queda más americano.

Ya en Madrid, siglos más tarde, aprendió que el articulismo podía mezclarse o alternarse con el cuento o relato corto, y así se doblaban las posibilidades de colaborar en los sitios. El artículo para los periódicos y el cuento para las revistas. Como no se podía hablar de nada, estaba permitido hablar de la nada. La nada era una niña muerta, un gorrión caído, una acacia en flor, una noche de verano sin sueño y con vino, cuando estaban cerrados los Bancos y las comisarías y hasta las farmacias: todos esos sitios donde se guarece la muerte. La ciudad era más grande, más limpia y casi más libre en las noches de verano, cuando la dictadura apenas se veía a la luz alfonsina de los faroles. Un domingo por la mañana, en un café solitario, con olor a vermut y misa de una, escribió un cuento muy dialogado que luego le premiaron en la ciudad de Tomelloso, puebla manchega y culta donde se encontró con Eladio Cabañero, Félix Grande, Antonio López, García Pavón y toda la intelectualidad local, que no frecuentaba el Casino Agrario ni el Casino de los Señores, sino que se metían bajo tierra, porque eran rojos, para debatir un jamón bien curado y un vino rampante mientras hablaban de literatura. A él le dieron el primer premio de prosa, en un teatro grande, como de capital de provincia, y puede que unas 5.000 pesetas. Luego le tocó bailar con la más fea y era el que más aguantaba bailando el charlestón, cosa que no había bailado en su vida ni se bailaba ya en parte alguna.

Durmió en la pensión y a la mañana siguiente se volvió a Madrid en un tren de cercanías, con cansancio, lluvia y 5.000 pesetas en el bolsillo. Comprendió que a base de flores naturales, colaboraciones periodísticas y pensiones baratas se podía ir tirandillo en Madrid sin esperar a que llegase la gloria, que no acaba de llegar nunca, y cuando llega, trae las manos vacías. De modo que miraba la página cultural de los periódicos a ver si anunciaban más premios de artículo o cuento, así como Gerardo Diego o Manuel Alcántara se ganaban todos los de poesía, menos los que les quitaba José García Nieto. Como colaboraciones fijas tenía La Estafeta Literaria, El Norte de Miguel Delibes en Valladolid, Poesía Española y una agencia de prensa italiana. Nada fijo, sino mucha acumulación de cosas, lo cual le parecía más propio de un hombre de letras que la nómina y el trabajo fijo en un periódico empastelado de franquismo. Ganó un premio de cuentos en Sevilla y otro en Alicante, donde Vicente Ramos le llevó a ver, en Orihuela, la tumba de Miguel Hernández, un carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida, sostiene un vuelo y un brillo, alrededor de mi vida.

Aquellos artículos que olían a novia y biblioteca se fueron agravando y amenizando de alusiones políticas, sociales, actualísimas, con lo que el escritor se iba despegando del ruanismo (todas las mañanas visitaba a César en Teide para oír un rato su voz, anotar alguna frase, y admirar sus gemelos de oro, sus uñas lacadas y su aljamiada caligrafía). Y es que el país iba despegando de sus tics autárquicos y la prensa libre de Fraga no era libre, pero permitía aquellas medias verónicas que eran como arrimar el cuerpo al toro de la reyerta nacional, que diez años más tarde, con la muerte del jefe, se subiría por las paredes.

Umbral iba descubriendo que la crítica de la vida daba mucho juego y fundamento al lirismo de la vida, que es lo que había hecho hasta entonces. Como ya nadie creía demasiado en la eternidad del Régimen, casi todos miraban para otro lado o para el culo de la secretaria cuando empezaron a circular aquellos artículos que bajo el lema implícito y codornicesco de “crítica de vida”, eran crítica de la muerte y anunciaban algo nuevo. El fascismo se caía de viejo y las grandes flechas de Alcalá amenazaban desplomarse sobre un transeúnte, que a lo mejor era caballero mutilado, y partirle la cabeza y las convicciones. Nuestro autor, o sea, tenía cada día más colaboraciones y estaba más pringado en el tema de la resistencia pasiva, que con la máquina de escribir era bastante activa. Ya asentado como columnista casi profesional, lo que echaba de menos eran sus primeras flores naturales en Tomelloso y por ahí, cuando se emborrachaba de charlestón y se moría de hambre.

Sus pensiones eran cada vez un poco mejores, aunque también las había peores. Lo que más trataba eran comunistas y poetas. Iba mucho por el Ateneo de Madrid. Las chicas del Ateneo, progres y faldicortas, eran ya la última generación de la dictadura y él se sentaba bajo los solemnes y lluviosos retratos de los grandes socios para mirarle las piernas a aquellas criaturas. En el Ateneo hasta tuvo alguna novia. Lo que no tenía era dinero para invitarlas a un café.

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