sábado, 26 de agosto de 2017

Entrevista a Umbral, 1986 (1ª Parte)




Con el permiso de Angel-Antonio Herrera y de la revista Barcarola publico en este blog la entrevista que hace años llevaba buscando por todas partes. La encontré en una ciudad de tedio y plateresco, escondida en los sótanos de una biblioteca.

Revista “Barcarola”. Nº 20. 1986 

Entrevista con Francisco Umbral
L A D R O N   DE   F U E G O  (PRIMERA PARTE)

Angel-Antonio Herrera



R - A mí, como te comentaba en el restaurante, me interesa el lector que pueda llegar a hacerse un drogadicto de cierto autor, un "nicotinado de alguien, de algunos autores. Josep Plá, por ejemplo, se dedicó a escribir solamente artículos en su vida. Cualquier burgués catalán puede sentirse feliz poniendo los muchísimos tomos de su obra en la biblioteca: la llena completamente. Yo lo comentaba con Jorge Herralde, no escribió nada más que artículos pero la gente no se lo ha planteado ni le importa. La gente está nicotinada de Plá: consumía Plá, la prosa de Plá, los gustos de Plá, el mundo de Plá, las ocurrencias de Plá. Bueno, pues eso es lo que a mí me importa en un escritor: llegar a envenenar al lector. Lo otro, buscar una buena comedia, un buen poema, una buena película, una notable novela, pues sí, hay cosas por ahí, claro, cosas sueltas, pero ese no es mi modelo de escritor. Te dicen: Baroja, hombre, tal libro de Baroja, este libro de Azorín, bueno, claro, tal libro sí, pero nunca estaré envenenado de Azorín, ni de Baroja, como me ocurre con Paul Claudel. Paul Claude! no me envenena. A mí me envenena Baudelaire. Un envenenamiento, una posesión, si quieres, en el sentido que Sartre apunta en "Lo imaginario", algo diabólico. Eso es lo que me interesa y seduce entre autor y lector.

Drago de tardanzas en las primeras piedras del verano que se alarga apenas, entre las penúltimas hebillas de junio, dejando sus mares y sus trampas, drago y víctima de los espejos, la tarde era también rebelión de estíos en la plata de los coches, lejanía de sal de la que veníamos, desastre de sol y rutas que volvían con nosotros como blancas cantidades, como boas o frutas sin signo. 

La tarde era equidad blanca que enronquecía rabiosa de luz y sin leyes, poniendo un error de aviones y trayectos en la pizarra del día, en la llama del día con su tragedia de hoteles, en la palabra. 

Sentado y alto, sentado y grave. Lleva una camisa extrañamente usual, de viaje, que en el transcurso de la tarde suplantaría por otra rosa, cuyo cuello atiranta con frecuencia, cerrándolo, para entornar la tibieza de la garganta, la debilidad de la garganta, para cercar con un juego de calidez y albura la paloma de las fiebres, el escorpión de siempre, la ardiente espuela de las amígdalas, desde niño hasta hoy, tantas veces. «A mí me envenena Baudelaire». 

El escritor de voz grave y mano lenta, Umbral sentado en su estatura ante la estatura del siglo que escribe, como si ya se hubiera sentado a presenciar el siglo y sus duelos. Le envenena Baudelaire. 

Una oscuridad de cana, ruido de nieblas, discordia de niebla y albura, le ensancha la juventud de las sienes mientras la mano sigue atenta, más en puntualidad y caída que en descuido o costumbre.

P - Paco, hay en ti mucho Baudelaire, mucho de gesto baudelairiano.  

R - Yo creo que es absoluto, si, como actitud ante la vida y como actitud ante la literatura y también como descubrimiento de la síntesis que es la modernidad, es decir, que esa confusión vida-obra, ese vivir la literatura como una absoluta profesionalidad, pero además como una profesionalidad desesperada, que a nada conduce, con un distanciamiento, con una distancia de juego casi, me parece la relación más lúcida de un escritor con su literatura.

Baudelaire ante Víctor Hugo, que es sin duda su padre, su modelo anterior más claro, hace síntesis: encerrar o liberar el mundo en una imagen. Es por esto que no comprendo cómo después puede venir el naturalismo o cualquier tipo de descripción notarial de la realidad. Baudelaire descubre el poder asombroso de la síntesis, que, naturalmente, no es sólo un problema de economía literaria, es un problema de iluminaciones. Aunque la palabra es posterior y de Rimbaud, es una cuestión de iluminaciones, siempre más reveladoras que la larga deliberación sobre las cosas. Baudelaire se ilumina por relámpagos. 

Lenta la voz y honda, con el juego asimétrico de las manos. Cada mano pondera una vida distinta que presencia o copia, que envidia en la otra. Umbral optó, ha optado por la prosa a máquina, por el lenguaje desde el corazón mismo de la mecanografía, lavado por la música de las dos manos a un tiempo, creyendo en la lúcida inercia del pulso, fiel al delirio del tacto, creyendo en lo físico de la escritura, que es otro transcurso, otra atmósfera, una devoción en la que algunos nos movemos, otra manera de ver, el teclado, de dolerse, con su fertilidad frontal que suena. El tacto duplicado, trabajando. Las manos piensan, como en el pintor, aunque siempre haya una más femenina y frágil. «La mano que no trabaja es la que tiene más delicado el tacto», que Shakespeare anticipara. 

P.- A un lado Baudelaire, la síntesis, un gesto lírico. A otro lado Proust. 

Proust es engañoso. Proust es... no, no están tan lejos, habría que hacer un ensayo en serio sobre ambos. No son tan lejanos. Parece que Proust es la minucia, la observación minuciosa, y que necesita diez páginas para explicar un gesto de la señora de Guermantes, que Baudelaire hubiera resuelto en un verso, en una metáfora, y no es verdad. En esas diez páginas que él pudiera dedicar a Odette o a la señora de Guermantes hay mucha psicología, mucha sociología, costumbrismo, claro, mucha cultura, pero de pronto está la metáfora baudelairiana. Dices aquí está, aquí está el aprendiz de Baudelaire. Lo demás es sociología, cultura, divagación, delicioso, un prodigio, una prosa asombrosa, una delicia, pero la capacidad de síntesis permanece escondida. Cuando Proust dice que llega la criada, descorre las cortinas y el cuarto se ilumina de luz y que es como si desvendasen una momia egipcia, eso es Baudelaire; un Baudelaire enmascarado por la profusión arborescente y tremenda de la prosa. 

«Las manos tienen todavía el molde de la mano cainita, la estructura de la mano asesina y depredadora del antropoide, del primer hombre, del último homínido. De modo que no hay manos inocentes. Mi mano derecha está más trabajada, ha vivido más, tiene como mayor biografía. Mi mano izquierda es más femenina, más sensible, posa y vuela». 

A Umbral el verso se le cruzó de espejos, se le creció en la zarza de la prosa. Las páginas discurren salpicadas y húmedas, como un verso que no se atreve, que se atreviera en exceso, reciente de hélices y escarchas: «Mi mecánica de pensamiento es lírica, voy encadenando el mundo mediante una sucesión de silogismos líricos, digamos, de carácter más lírico que especulativo o dialéctico». 

El verso que Umbral era, el verso que le hacía, que le templa y hace, se pone a sonar extremo en la prosa, en el pecho del párrafo, en el cierzo de la página la hincha y la arracima, la desata de uvas, de cuerpos, de frenos, como una indignación de mieses y linternas, como el vino quebrado en la inconstancia de sus reyertas. El cuerpo de la prosa, su contención, se personaliza lírica en su incontinencia. 

«Baudelaire se ilumina por relámpagos». Umbral se inclina un poco para escuchar al detalle y se yergue después lentamente, quietamente, para responder arropado y alto. Jugando con la brújula de su voz, en la hondura de su voz hondísima. Deja la mano derecha algo lejos, en el diálogo, como si ella misma llevara una escucha distinta, otra vida, una atención lateral y tibia, a orillas del cuerpo. A veces sube, roza los cabellos y vuelve a detenerse a su lado y desde ahí, biográfica, narrativa, seria, contempla cómo la izquierda, más sutil y fémina, como un halcón hermano, como una tórtola gemela de sombra, acude en índice al labio para puntualizar, para insistir, como pidiendo silencio. 
-Pero a ti te beneficia mucho el espacio de la prosa, algo así como el ritmo de la prosa en donde el poeta se desate. 

-Claro, claro, yo soy un escritor a lo ancho. Si me enamoro de una señorita y le tengo que hacer un soneto, pues se me queda corto, claro; y bien, yo no he dicho todo lo buena que está esa señorita ni mucho menos. Necesite hacerle un libro entero. Esa señorita no cabe en un soneto. Luego me asombra cómo el poeta-poeta puede dar eso en un solo poema. A mí se me queda corto y se me queda corta la poesía para todo aquello que yo pretendo decir de las cosas. 

-Y hay que descubrir el misterio en lo próximo, una alucinación en lo cotidiano. Tú citas a Novalis en el “Diario de un escritor burgués”: «Otorgó a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido». Escribir en actitud de asombro ¿no? 

-Un ejemplo inmediato serían esas páginas que incluisteis en Barcarola, eso que os envié. De pronto, del mero hecho de escribir un artículo convertirlo en el no-articulo, en el suicidio, en el pequeño suicidio literario de no escribir el artículo, de escribirlo en blanco. Esto ya supone una manipulación mágica, aquella magia cotidiana de que hablaba André Breton y los surrealistas. Todo depende del pasmo ante el mundo. Si uno deja de ser un pasmado ante el mundo, se acabó, ya no ve las cosas, ya no ve nada. A esto nos ayudaron mucho los surrealistas. Fíjate, cómo Duchamp de pronto coge un videt o unas botas viejas o un teléfono, extrae todo de su contexto y lo sitúa donde quiere. Cualquier objeto cotidiano desprovisto de su funcionalidad se torna mágico y bellísimo y sugerente. Esa es la operación que ha de hacerse, que el poeta hace en prosa, verso, pintura, lo que sea, para ver que las cosas siguen siendo personas para ver las personas como cosas, que es muy de Francis Ponge, de Ramón Gómez de la Serna en España, que ve a sus biografiados como cosas. Para él Quevedo es un candelabro. 

-Francis Ponge, que citabas, sugiere reemplazar el desafío de las cosas por el lenguaje. 

-Lo que se propone es construir la cosa, sí, sustituirla por el lenguaje, lo que hablábamos en la comida a propósito de Antonio López. Hay que sustituir una botella, construir una botella con palabras, hacer una botella de palabras. Francis Ponge hace esculturas léxicas, sustituye el objeto material por el objeto léxico. Esto me parece una experiencia apasionante y obliga a llevar el lenguaje a sus últimas consecuencias. No hay que confundirlo nunca con el realismo, es todo lo contrario del naturalismo descriptivo y minucioso. Es todo lo contrario. 

-La escritura engaña en su horizontalidad. Hay que escribir volúmenes. 

-Claro, claro, es que ... las cosas tienen que estar creadas en el libro. A mí no se me puede decir: aquel autobús iba atestado de gente. No lo soporto. En primer lugar, atestado es un participio odioso, y vulgar, y corriente y luego porque no se está creando nada, eso también lo dice mi tía. Y te he puesto un ejemplo que está en novelas recientes, no tomado del vacío. Yo creo, como Valle-Inclán, que las cosas tienen que estar creadas en el libro. No vale aludirlas, no sirve aludirlas y decir: era una pensión cochambrosa con unos huéspedes harapientos. Yo no sigo, yo no sigo, o usted me crea, que es muy propio de Galdós o Baroja, o no sigo, no me interesa nada. Usted tiene que crear la pensión y los huéspedes pero con palabras. Parece un problema puramente estético pero es un problema de honestidad literaria. Todos sabemos lo que es una pensión cochambrosa y unos huéspedes harapientos y pobres pero hay que crearlos, nunca limitarse a aludirlos con un lenguaje vulgar. Esto no me interesa, no hay creación. Es Io que yo Ilamo redactar, redactar novelas, que es muy frecuente. Escribir, crear dentro del libro Io ha hecho muy poca gente, modernamente, Valle, Gabriel Miró, Cela, en su medida Delibes, se acabó. Redactar, aludir con unos cuantos adjetivos tópicos, mucha gente, claro. 

—Y así nos encontramos ya, Paco... 

—Por cierto, perdona, me encanta releer, que me Io dio Trapiello, Ias «Venecias» de Paul Morand. Ahí se dice algo que yo vengo escribiendo reiterativamente: escribir bien es todo Io contrario de escribir correctamente. 

—…estamos, decía, en el encuentro escritor-pintor. 

—Retina y muñeca, yo Io he dicho a menudo. Un escritor es eso: saber ver y saber mover Ia muñeca. 

—El estilo entronca y se acerca con el voyeur, hacia el voyerismo, próximo una pasividad voraz. 

—Supone una doble mirada. Una a Ias cosas y otra al lenguaje, una doble mirada continuamente. Para un pintor es tan importante Ia montaña que está viendo en Ia naturaleza como Ia que está viendo en el lienzo. Tiene que Ilegar a un equilibrio entre Ias dos, del cual surgirá una cosa que no tiene por qué ser una montaña, pero que alude a ella. Es eso, ya te digo, mirada a Ia cosa y mirada constante al lenguaje para ver en qué zona de este se inscribe Ia cosa, y entonces se encuentra Ia palabra. 

—Insistiendo de nuevo en Ia falsa intencionalidad realista, en Ia trampa (del realismo: tus retratos transmiten una identidad plástica muy afortunada. Se levantan. La metáfora, el disparo de metáforas, define, corporiza. Eso no es Ia técnica común del retrato, de Ia semblanza. 

—Como todo oficio, supongo, tiene mucha malicia. Es decir, el retrato, por muy literario o lírico que sea, ha de estar cargado de ingredientes reales, si no se evapora, no das Ia persona. Si por el contrario Ia descripción es, pues eso, como Ias de Galdós o Baroja o no sé quién, dice: «Ilevaba traje raído... » esto es una estupidez, una vulgaridad, este señor habla como mi portera, no me interesa. Hay que crear, hay que volver a la escultura léxica, hay que hacer con palabras el personaje pero hay que tener también malicia para alternar con Ia metáfora datos concretos. Por ejemplo, muy breve, cuando murió, hace ya bastantes años, Ignacio Aldecoa, yo hice uno o varios artículos sobre él que me pidieron. Ignacio, muy amigo mío, admitía toda Ia literatura que quisieras, pero yo, de pronto, escribiendo, decía: le recuerdo en Ibiza, con un pantalón corto, pescando cangrejos o no sé qué, con unas piernas ridículas, delgadas, Ilenas de pelos, vamos, enfin, Io que una tía no entendería nunca como unas piernas maravillosas de hombre. Un amigo mío, un gran amigo común, me comentaba después: qué bien aquello pero qué falta de caridad con el pobre Ignacio. Eso también era el retrato, Ia semblanza. Si yo me limito al lirismo no está Aldecoa, o sea, Ia técnica de Ia rosa y el látigo: lirismo pero ahora vamos a decir una cosa concreta y si es posible negativa y el retrato cobrará mucha más fuerza. 


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