martes, 2 de febrero de 2016

Entrevista a Umbral, 1996




Para Umbral las entrevistas eran un género menor del periodismo, donde el entrevistador nunca conseguía captar la esencia de sus palabras y de sus ideas. En ésta, Carmen Rigalt, le pregunta sobre Valladolid, la capital del dolor y sobre la figura de un padre ausente. 


Francisco Umbral"Ignorar la Guerra Civil me parece suicida" 
POR CARMEN RIGALT


Para Francisco Umbral Valladolid es la "Capital del dolor". Es en esta ciudad, aunque no la mencione por su nombre, donde sitúa la trama de su última novela, un libro herido por el recuerdo de la Guerra Civil. Y su protagonista, un adolescente llamado Paulo, es un poco él, aunque naciera en el 35 y no recuerde esos años amargos de fragor de banderas y tiros. Lo que sí recuerda, en cambio, es la posguerra, una época horrible en la que pasó un hambre espantosa. Pero la Guerra Civil está presente en muchas de sus obras porque "la España de Felipe y Aznar tampoco puede comprenderse sin conocerla".


A la izquierda de la casa según se entra, después de atravesar un estrecho pasillo vegetal, está la piscina por donde navegan libros imaginarios, diccionarios abiertos de tripas, goletas de papel que naufragan lentamente hasta hundirse en los infiernos del olvido. Umbral contempla el espectáculo desde un sillón de mimbre, arropado entre cojines, hierático, armonioso de huesos, con esa lentitud gestual que parece hecha para la escena. He venido a su dacha a entrevistarlo y hago como que lo miro con ojos nuevos para no perderme nada. Visto así, desde fuera, Umbral se me antoja la figura central de un lienzo impresionista: estampa de pincelada gruesa, bien iluminada de atardecer, arropada de verdes, solemne, quieta. A su lado, ligeramente desplazada pero ocupando parte de ese protagonismo, está Loewe, una gata de cuerpo color vainilla que luce una muesca en la oreja, huella quizá de alguna correría nocturna. La gata se enrosca como una ensaimada y comienza a dormitar entre arrullos de palabras.

Umbral bebe agua. Acaricia el vaso mientras habla, deslizando sus dedos por la superficie del cristal con la misma ternura con que de vez en cuando, tal vez mecánicamente, alarga la mano y acaricia el lomo avainillado de la gata. Viste albornoz blanco (Umbral, no la gata, se entiende) y pañuelo de seda al cuello. Más tarde, en cuanto empiece a refrescar, se echará una americana sobre los hombros y los dos coincidiremos en señalar que el tiempo anda algo revuelto.

El tiempo, pues, nos revuelve y ocupa. Hablamos de tiempo y de tiempos, de otros tiempos, esos que ahora están atrapados en las páginas de su última novela, “Capital del dolor”, un libro herido del recuerdo de la guerra. Paulo se llama el protagonista de la novela. Paulo es Paco a medias, o a enteras, porque en él vuelca un sentimiento vivido en su propia memoria antes de venir al mundo, cuando el patio nacional era un fragor de banderas y los sublevados se afanaban por sacarles lustre a los fusiles. 


Pregunta: Ayúdeme, Paco, a recordar la letra del “Cara al Sol”, que a mí no me viene.

Respuesta: "Cara al sol con la camisa nueva, que tú bordaste en rojo ayer, me hallará la muerte si me llega, si no te vuelvo a ver. Volverán banderas victoriosas, al paso alegre de la paz, y traerán prendidas cinco rosas, las flechas en tu haz..." O en su haz, eso no lo recuerdo bien. Luego sigue: "Volverá a reír la primavera, que por cielo y tierra nos espera".

P: Quieto ahí. ¿Volverá a reír la primavera?

R: Sí, yo utilizo la frase en la novela. Es un verso muy bonito. Para ellos, los falangistas, la primavera era la paz, el imperio, todo eso. Pero cada uno tenemos una idea distinta de la risa de la primavera. Yo creo que la última vez que rió la primavera fue cuando la muerte de Franco, y luego en el ochenta y dos... Pero tardará mucho en volver a reír. Seguro.

P: En realidad yo quería preguntarle otra cosa. Terminó el fascismo de camisa azul, pero ¿ha terminado el fascismo de camisa blanca?

R: Al contrario. Está cada vez más impuesto. Lo que trae Aznar es el fascismo de camisa blanca, o sea las máquinas, las privatizaciones, el capitalismo total. Eso es algo que se está fortaleciendo en todo el mundo.

P: Volvamos atrás. ¿De niño, llevó alguna vez camisa azul?

R: No me dejaba mi madre. Un día, en el colegio, me eligieron para desfilar en uno de aquellos aniversarios del Movimiento. Como era el chaval más alto y espigadito de la clase pensaron que quedaría muy bien con la bandera. Llegué a casa feliz, contándoselo a mi madre y a mi abuela, pero ellas se negaron. Me llevé una decepción total porque ya me veía por la calle Santiago de Valladolid molando con las niñas. Supongo que mi madre llamaría al colegio poniendo alguna disculpa tonta. Tampoco era cuestión de decir la verdad.

P: La verdad es que eran ustedes rojos, claro.

R: Azañistas. Mi madre había sido de Azaña, así que en la guerra estuvimos muy señalados.

P: Pero usted nació en el año 35, no puede tener recuerdos de la guerra.

R: De lo que tengo conciencia es de la posguerra, sobre todo del hambre. Recuerdo que me daban una mandarina de postre y, a escondidas, guardaba la piel en el bolsillo para comerla camino del colegio. Cuando pillaba unos céntimos, los gastaba en comida: castañas pilongas, pasteles, lo que fuera. La comida era más importante que los tebeos. También hice estraperlo de pan blanco. De un pueblo nos mandaban unas hogazas hermosísimas que yo iba a vender a la puerta del mercado. Me ponía la hogaza debajo del abrigo y, como un exhibicionista cualquiera, cuando veía una señora con buena pinta, me abría el abrigo y enseñaba el pan diciendo "cinco pesetas, cinco pesetas". Lo de comerme la piel de la mandarina lo hacía a escondidas de mi madre y mi abuela, pero a vender la hogaza me mandaban ellas. Cinco pesetas eran mucha pasta.

P: Y la guerra, ¿cómo le han contado que la pasó?

R: Yo nací en Madrid, pero cuando estalló la guerra nos fuimos. Por lo que he sabido, vivimos mejor en la guerra que en la posguerra. Durante la guerra, al menos en la zona de Franco, teníamos de todo, pero la posguerra fue horrible, sufrimos un hambre horrible, espantosa. Los tres años de guerra los pasé entre Valladolid y León, porque mi familia procedía de Valencia de Don Juan, un pueblo en el que mi bisabuelo había sido una especie de señor feudal. Luego nos quedamos en Valladolid, malviviendo.

P: ¿De qué categoría era su cartilla de racionamiento?

R: Eso no lo sé. Tengo el recuerdo de la cartilla de alimentos, como también tengo el recuerdo de la cartilla de fumador, que suponía todo un expediente político: o te la daban o no te la daban. En casa no tuvimos ese problema porque no fumaba nadie. Salvo mis primos y yo, lo demás eran mujeres.

P: ¿Dónde estaba su padre?

R: En Madrid, en la cárcel.

P: Quiero que me hable de él. En las novelas evoca mucho a su madre, a su abuela y a sus tías, pero la figura de su padre siempre ha quedado diluída.

R: Lo conocí poco. Durante la guerra estuvo mucho tiempo preso, y al no tener noticias de él, llegamos a pensar que lo habían matado. Luego salió de la cárcel y volvieron a meterlo. Mi madre y yo veníamos a Madrid a verlo. De esos viajes guardo recuerdos bastante nítidos, imágenes de las casas bombardeadas y hundidas. Valladolid era una ciudad entera, pero Madrid estaba en ruinas. 

P: ¿Por qué metieron a su padre en la cárcel?

R: Por azañista, sin más. Era un hombre de ideas políticas inofensivas, un burgués. Tenía unos laboratorios farmacéuticos, pero su vocación siempre fue la literatura, era muy amigo de Julio Romero de Torres, de Enrique de Mesa y de muchos poetas de la época. Nunca llegó a escribir en serio porque tenía dinero y el dinero puede malograr a un escritor. Le sacaba casi treinta años a mi madre, yo lo recuerdo siempre como un señor mayor, delicado de salud. Cuando entraron los nacionales en Madrid, un par de tíos míos se fueron a buscarlo. Uno de ellos, mi tío Luis, lo encontró en plena calle Alcalá, paseando entre la multitud. Figúrate. Se pegaron un abrazo total.

P: ¿No se había puesto en contacto con ustedes?

R: Estaba en la resistencia, esperando el momento. Tengo idea de que había una criada llamada Polonia que iba y venía de Valladolid a Madrid. Seguramente ella nos traía noticias, pero yo no me enteraba del trapicheo.

P: Fue entonces cuando empezó a conocer a su padre, supongo.

R: Poco, porque enseguida volvieron a llevárselo a la cárcel. Entraba y salía intermitentemente. Estaba muy enfermo del corazón y murió a los cuatro años de ser liberado del todo. Mi madre siempre repetía que yo también moriría del corazón, pero cada vez que me hago un electrocardiograma dicen que estoy cojonudo.

P: Cuénteme más cosas de su padre, Paco. Está en deuda con él.

R: ¿En deuda? ¿por qué?

P: En deuda literaria, se entiende. A su madre le ha dedicado muchas páginas de su obra, en cambio a él...

R: Con mi padre viví poco, pero me transmitió los genes literarios, aunque luego fuera mi madre, que era funcionaria del Ayuntamiento, la que me inició en los libros. Todo esto no suelo contarlo porque nunca me ha gustado hacer realismo. Me aburre contar las cosas como son. Prefiero dar versiones líricas, y en todo caso imaginarme a mi padre vestido de lord Byron. No es cierto que lo tenga olvidado. Él era como yo, pero en guapo. Igual de tipo, igual de andares, de todo.

P: ¿En su casa se hablaba de política?

R: Sí. Mi madre era una mujer muy politizada. Se hablaba de la Guerra Mundial, que era como hablar de España pero más fácil, con menos peligro.

P: ¿Usted se daba cuenta?

R: Yo tenía conciencia clara de que no estábamos con Franco, y cuando en el colegio cantábamos las canciones falangistas, nunca me sentía aludido. Pasaba. Más tarde comprendí que eran canciones bonitas, con unas letras maravillosas como aquella de "Flecha de España, lánzate al cielo, que un blanco has de encontrar, busca el imperio que ha de llevarte por cielo, tierra y mar...". Pero no iban conmigo. Nosotros éramos de izquierdas y encima pobres, muy pobres. A mi padre se lo habían quitado todo en la guerra y vivíamos mal. Es curioso: siendo, como éramos, muy pobres, también manteníamos pobres. Mi abuela, que iba por la vida de gran señora, hablaba de las clases artesanas para referirse a los obreros. Aunque no tenía un duro, ella le echaba mucha dignidad a todo. En el barrio, que era un barrio bueno, la gente nos miraba de igual a igual, y los propietarios de las tiendas de comestibles nos trataban con un respeto enorme, a mi abuela la llamaban doña Luisa, y a mi madre doña Ana María, pero no pagábamos, nos tenían que fiar y debíamos medio año de comida. Siempre nos relacionábamos con la gente bien, lo cual significaba una curiosa inercia clasista.

P: ¿De qué color hizo usted la Primera Comunión?

R: De ningún color. Con un simple jersey de rombos que me dieron en Auxilio Social. Mi abuela me llevó un domingo por la mañana a una iglesia de frailes carmelitas y allí comulgué discretamente. Recuerdo que yo guardaba una pastilla de chocolate en el bolsillo para comérmela después de tomar la hostia. Mi abuela era muy religiosa y mi abuelo, el abuelo Claudio, también. Rezaban mucho, él siempre tenía un rosario cerca, iba cortando queso con la navajilla en una mano y el rosario en la otra. Eran dos clásicos del cristianismo, pero no incordiaban.

P: Me lo pone en bandeja, Paco. Dígame qué piensa del retorno de la religión a los planes de enseñanza.

R: Deben estudiarse las religiones, pero como cultura, no como precepto. Uno de los errores de la reforma Maravall fue ése, cargarse la Historia Sagrada. Las religiones son formas de cultura con gran riqueza literaria. Los socialistas no supieron entenderlo. Seguramente creyeron que serían mejores socialistas cepillándose a Jonás y a los ángeles que llegaban a Sodoma.

P: Al final los socialistas incluso habrán tenido la culpa de que renazca el fundamentalismo católico.

R: Pues casi.

P: ¿Dónde está la raya entre la izquierda y la derecha?

R: Para mí, que soy muy antiguo, la raya sigue estando en Marx. El dinero es lo que mueve el mundo. Todos los movimientos de la historia se producen por motivos económicos. Rebatir eso con razones metafísicas, o morales, o nacionalistas, es darle alas a la derecha. La política de izquierdas parte de la idea de que el dinero pertenece a una minoría y que por tanto hay explotadores y explotados. Los sentimientos nacionalistas de un burgués, catalán o madrileño, a mí me la sudan. Son simples coartadas para no hablar de la cuestión real, que es la pasta. Ese discurso lo repite una y otra vez Julio Anguita, pero al pobre no le escuchan.

P: Ahora todo el mundo es demócrata de toda la vida. ¿Es tan importante ser demócrata?

R: La democracia me parece el estado más avanzado de la cultura política, y de hecho funciona en los países maduros, instalados y prósperos. Pero los americanos quieren instaurar democracias en sitios donde la gente ve un reloj de pulsera y lo adora como si fuera un dios. Pues no. Yo sigo creyendo que las dictaduras de izquierdas son el mejor sistema para redimir un país de su atraso. La democracia está llena de defectos, pero puede perfeccionarse. Su utopía consiste en mejorarla indefinidamente.

P: ¿Dónde están ahora los intelectuales comprometidos? ¿Por qué aquí no se moja nadie?

R: Cuando ganó el PSOE las elecciones, los intelectuales creyeron que habían llegado los suyos y se relajaron. Sin ninguna mala conciencia se entregaron a Felipe y a lo que daba el ministerio y la cultura oficial. Un buen día se encontraron con que todo estaba podrido, pero ya era tarde para rectificar, así que han optado por mirar hacia otro lado y no enterarse. Ahora han llegado a un punto de no retorno. 

P: La generaciones nuevas ¿tienen memoria de la Guerra Civil?

R: Es necesario que la tengan. Ignorar la Guerra Civil me parece suicida. Es como si los americanos ignorasen su guerra de secesión, clave de la vida americana de hoy. La España de Felipe y Aznar tampoco puede comprenderse sin conocer la Guerra Civil. Pasar de ella es darle la espalda a la Historia. 


Referencia: El Mundo (LA REVISTA) Domingo, 14 de julio de 1996. AÑO VIII. NUMERO 2.433

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