Llegaba uno al Valladolid invernal de la niebla y llamaba desde el hotel a Miguel Delibes. La telefonista del hotel quiere ponernos con unos talleres Delibes y cosas así, porque se puede haber ganado la gloria del mundo y seguir siendo un desconocido para la telefonista del pueblo. Las señoritas telefonistas a veces leen a Vicki Baum, a veces a Pearl S. Buck, o bien leen «Cuerpos y Almas», como las costureras aplicadas, o bien «Las sandalias del pescador», como las madres de familia con tiempo para todo y sin tiempo para nada. A veces, las señoritas telefonistas, incluso, leen a Miguel Delibes. Pero no si son de Valladolid, desde luego, porque nadie es profeta en su tierra y a ningún escritor lo leen sus propias telefonistas. Así las cosas, hablo con Miguel, que acaba de volver del campo, porque es domingo y había salido a cazar, en este tiempo hay poco que hacer, ya sabes, a las cinco estábamos de vuelta.
(A las cinco estaban de vuelta y a las siete o a las ocho estaba yo en su casa, como otras veces, frente al hombre de la cazadora, bajo el retrato elegantísimo de Ángeles, que firma Eduardo García Benito, el hombre que se ha pasado de las modelos sofisticadas de «Vogue» a las altas damas vallisoletanas.)
Dice Miguel que todo bien por aquí, que el pie ya no le molesta, aquel pie que se rompió el año pasado, cazando sobre el hielo, y yo le encuentro joven, templado, como siempre, aunque él le echa mucha propaganda a sus cincuenta años. (Ángeles me traía pasteles y me los iba comiendo mientras la tarde se hacía noche en la niebla de la calle, en este Valladolid morado e invernal de mis fantasmas interiores, ciudad del tiempo perdido y encontrado.)
Está de vuelta de todo el novelista, pero sin pose, incluso un poco asustado de este escepticismo que le ha entrado, para qué los libros, para qué los viajes, para qué todo. Pero es de buena raza y seguirá luchando. «He leído “Chechechela” y me ha divertido.» Entran los niños de la casa, racimos de niños, los hijos y los amigos de los hijos, niños con dulzainas, niños con monedas, una contaminación de niños que hacen su gracia y se van. Miguel les lleva las cuentas del dinero y las propinas en su cuadernito y, cuando se lo piden, les da una moneda que saca de un monedero de redecilla, siempre que el peticionario tenga fondos en la cuenta.
Han pasado los años y Miguel Delibes es hoy casi el único novelista español con una obra dilatada, sostenida, coherente, completa. Quizá, con él, Ana María Matute y pocos más. Otros han intentado otras aventuras, aventuras más brillantes o más arriesgadas, quién sabe, pero esta fidelidad a la novela, esta fe en el género, esta continuidad en la obra sólo la ha tenido Miguel Delibes. Cantaban los gamberros del domingo por mi Valladolid de aquel tiempo, cuajado de evocaciones, como dijo el poeta, y le hicimos repaso a los amigos muertos, a los amigos vivos, a los amigos enfermos. Yo vengo a Valladolid, vengo a casa de Miguel Delibes y aprendo. Este amigo, este maestro natural, este ejemplo. Es una peregrinación que hay que hacer a lo menos una vez al año o antes si hubiera peligro de muerte. La peregrinación al Valladolid de Miguel Delibes, la visita salutífera al hombre de la razón y el buen sentido, al amigo noble, al maestro sencillo. Hay que lucrar las indulgencias de su amistad siempre que se pueda. Había venido yo a fallar con él y con unas gentes ilustres un premio de artículos de periódico que Miguel tiene el gesto de promocionar, y sacamos los papeles y resulta que estábamos de acuerdo en el primer premio, con lo que nos dimos la mano y decidimos el pucherazo desde aquel momento, porque cuando se tiene razón y se va de buena fe es casi inevitable dar el pucherazo de la justicia, que también la justicia, a veces, necesita imponerse mediante el pucherazo. (Luego las cosas fueron por sus cauces legales y naturales, salió nuestro candidato y no hubo que forzar el curso de la Historia.)
Ángeles me contaba las cosas que pasan en la ciudad, ciudad en la que uno piensa que no pasa nada. Y ya lo creo que pasa. Hay amores nuevos y viejos, rosas de otoño, benaventianas, historias de casino y tragedias de la vida vulgar. Es bueno escuchar a Miguel Delibes, pero era casi mejor escuchar a Ángeles. Ella nos daba la vida en directo, una versión fresca e irónica de las cosas, en tanto que el novelista nos da ya una realidad depurada, pasada por su sensibilidad literaria. Con toda su sencillez de hombre, no puede menos de hacer literatura, siquiera sea la literatura de la sencillez. Los desengaños, Miguel, los desengaños, la política, esta vida que llevamos, tu verdad no siempre oída, no siempre escuchada, no siempre dicha. Miguel Delibes lucha en el periódico —en «el papel», como él dice—, lucha en los libros, en la calle, en la vida. Pero le tienen cansado, entristecido. El periódico, sí, es el papel, y la televisión es el invento.
«Pues mañana te vienes al papel.» O bien: «Una vez que salí yo en el invento…» Valladolid de aquel tiempo, cuajado de evocaciones, con los últimos sombreros y los últimos bastones. El poeta que lo dijo anda malucho. A ver si se recupera. En «Aún es de día», en «Diario de un cazador», en «Mi idolatrado hijo Sisí», en «La hoja roja», en «Cinco horas con Mario», la crónica magistral de este Valladolid que ahora se mueve en torno, afuera, sombrío, como un mar invernal, con las farolas borrosas de niebla, las criadas de domingo, los autobuses reventones de gentes que vuelven a su barrio y el amor aterido en los bancos del Campo Grande. Tiene una novela en la cabeza, tiene varias, como siempre, pero está con la crisis de los cincuenta. Bueno, ya pasará. Ahora ha escrito ese Diario que ha ido saliendo periódicamente y que es uno de los pocos diarios íntimos sin pedantería y sin yoísmo que se han escrito nunca. En el despacho hay una gran foto de Miguel cazando. En otra habitación, unos gallos peleones de Vela Zanetti. Pero todo lo preside el retrato de Ángeles, con un vestido rojo, perlas al cuello y largos guantes blancos. Los niños suenan cerca y lejos. Luego, con los días, paseamos por la calle y él se pone una boina de hombre del campo, está delgado como siempre, usa las gafas más que antes.
«El Norte de Castilla» llegaba a casa cada mañana, en la infancia, con su olor acre de tinta fresca. Entrar ahora en el periódico es volver a los orígenes olfativos de la vida, recuperar aquel olor, porque cada periódico huele de una forma diferente y esto sólo lo sabemos bien quienes nos hemos pasado la vida oliendo periódicos desde dentro y desde fuera. Yo soy un catador de olores de periódicos. Miguel Delibes, en «El Norte de Castilla», lucha por la independencia y la verdad. A ver si el próximo domingo se dan mejor las perdices.
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