El Mundo, lunes 25 de Abril de 2006
El fulgor y la sangre
FRANCISCO UMBRAL
Ignacio Aldecoa escribió “El fulgor y la sangre” allá por los 50, cuando los jóvenes novelistas, experimentalistas del SEU, los maoístas de la prosa, los anglosajones en general hacían novela traducida para despegarse un poco del fatigoso ladrillo costumbrista que se leía como la última aportación de Galdós a la novela realista. Pero Aldecoa y otros pocos no entendían el realismo español sino como una respuesta literaria a la literatura política del franquismo.
“El fulgor y la sangre” apunta como una gran novela de tiempos y espacios que presiden la vida española y ese cuerpo militar que ahora van a desmilitarizar los nuevos socialistas. Lo de Aldecoa era un primer documento sobre la Fundación de Ahumada. En esa novela restallan ya los primeros rabotazos de independencia y libertad militar que hoy se están levantando en España con el Gobierno y contra el Gobierno. No se comprende que la censura leyese y permitiese este libro si no es en razón misma de la calidad literaria. He aquí un caso de grandeza como el Quijote. La construcción solemne del libro, el escenario fulgurante y miserable en que transcurre, la calidad del narrador, una calidad llena de cualidades, todo esto hace posible la existencia de “El fulgor y la sangre”. Irónicamente, esta novela no existiría si la hubiese escondido la censura de entonces.
Aldecoa, que creía fijamente en la literatura, no está aquí para experimentar el milagro de su libro. Milagro que tampoco es tanto, pues que la otra censura, la del público, se ha desentendido siempre de la novela gremial, bien trate de guardias civiles o dependientes de coloniales. Pese a su perfección sumarísima, el gran libro de Aldecoa se ha quedado viejo para los jóvenes, que todavía consumen el realismo internacional de Sansum, pero menosprecian nuestro realismo, que viene del Lazarillo a Ignacio Aldecoa. Pero la realidad se ha hecho verdad, que es lo que pasa con el tiempo, y ahora mismo hemos tenido en España una huelga de guardias civiles que se levantan contra Zapatero sin haber leído un libro de tantas verdades que nos vendieron como tales mentiras, según está probando el tiempo. El señor Zapatero prometió descorporeizar ese Cuerpo, y otros muchos beneficios militares y no militares, se supone que a cambio de votos y sumisión. El tiempo de las realidades se ha cumplido y el que no cumple es el presidente. Una huelga de la Guardia Civil es como una caricatura de España, un tricornio vuelto del revés, una pareja comiéndose los frutos que debiera proteger. Hemos llegado así al supremo revés de esta España enrevesada. Antes se le levantaría a Zapatero el Valle de los Caídos que la Guardia Civil, tan representativa de la oligarquía cuando iba a caballo detrás de los segadores. Ahora van siempre a pie y digamos que se ha reverdecido el verdor de su uniforme en este juego absurdo de darle la vuelta a España con todas las consecuencias. No creo que ni así se vuelva a poner de moda la novela. Pero el editor Lara o cualquier otro lince metido en barba ya sabe dónde tiene el mejor libro del año y la representación fulgurante y sangrienta de la España eterna que no dura nada.
El Mundo, lunes 29 de Agosto de 2006
Ibiza
FRANCISCO UMBRAL
Aludida, salvaje, viajera isla. José Pla, cuando viajaba por el Mediterráneo, se quedaba en cubierta, al llegar a Ibiza, disertando a los turistas ese Peñón Perejil desnudo y bravo. Preferían escuchar las explicaciones de Pla mejor que ir a una librería a leerlas. Catedrático de gabardina, José Pla dirime las últimas matrices del Mediterráneo entrando a saco como entraron los griegos.
Los metros, los kilómetros de este último islote de mi vida los he medido en papel higiénico color de rosa hasta tener un lazo de agua como florón de mis años. Por aquí me paseó en su barcaza Ignacio Aldecoa, un prosista que escribía como un griego, pero con menos faltas de ortografía. Mientras ella servía a domicilio -desayuno en las habitaciones a los clientes más literarios- yo desayunaba en el claustro adolescente de mis amigos más jóvenes, los que cuadraban el círculo como rehenes de la música, siempre amarrados auricularmente a la canción del verano. Tenía otros amigos en el barrio de la droga, sepultados vivos en barcas convalecientes al atardecer, que habían ganado un premio literario en Ibiza y un día embarcarían hasta Barcelona para escribir su nombre en las Ramblas con letras de champán. Eran los que no habían encontrado rosas para su madre y querían obtener de mí un padre literario que les enseñara a escribir con valium.
Ibiza es ese sitio donde siempre se cena con un director de cine, una princesa y una musa del tanga que por entonces aún no había nacido.
A la vuelta de uno de esos viajes se nos murió Ignacio Aldecoa, el amigo de los Dominguín, el narrador del Gijón y el limosnero desengañado de los chicos de Mao. Por entonces, el maoísmo era una religión que tenía su culto en el Café Gijón de Madrid. Recuerdo una holandesa con ojos color de Amsterdam que se sentaba solitaria, distante, en la playa, para reencarnarse en el sol de España. Se vino a Madrid detrás de alguien, quizá detrás de mí, abandonando aquella Venecia de canales campesinos, bares electrónicos, museos abstractos y tiendas porno donde compraba sus miniaturas especiosas Luis García Berlanga. El último grito de Ibiza tenía que ser un grito de sangre, allí donde nunca pasa nada y los pintores de Barcelona tienen que inventarse la realidad de sus cafés y sus mujeres. Modest Cuixart me devolvía a Madrid en un enorme lazo hecho con papel higiénico y un retrato mío que recordaba muy vagamente al escritor madrileño. Me llamaban el reporter Tribulete porque ellos eran escritores puros y difíciles que buscaban la espuma homérica de la isla y el párrafo impecable. Nunca logré su prestigio ni siquiera su amistad, salvo el humanismo realista de Aldecoa. Me sacaron los periodistas catalanes envuelto en mi lazo fúnebre en rosa, pero en Madrid no se leen los periódicos barceloneses, por más que digan. Maragall es el presidente maniatado de una República mediterránea que vive de los desnudos españoles y los libros de Pla. Arcadi Espada es el último niño terrible de la isla. Maragall, el abuelo, qué cosas, iba a ser el primero. Ibiza hablaba alemán y tenía una vaca ciega. La Historia acaba siempre en poesía.
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