viernes, 31 de marzo de 2017

Domingo de invierno




La ciudad, la gran ciudad está quieta, silenciosa y vacía porque es domingo y el escritor, inmóvil por el frío no tiene ningún sitio a donde ir, excepto recordar aquellos domingos de entonces que son este domingo. Diciembre o enero, quien sabe, otoño duro o primavera ausente…


Domingo de invierno
FRANCISCO UMBRAL 


Tengo frío, claro, estoy inmóvil de frío, craquelado por zonas, y no me muevo nada porque si me muevo seguramente me vendré abajo «en un fracaso de cristales», otra cita, ya está, estoy construido de palabras, de literatura, soy un ente de ficción, soy un personaje de libro, estoy siempre haciendo biografía pero sigo sin moverme ¿y cómo hacer biografía aquí donde no me ve nadie, donde ningún reportero me va a fotografiar?

En los domingos y días de fiesta Madrid se queda así (he comprobado que todas las grandes ciudades del mundo), se va la podredumbre humana y emerge una joya, una ciudad borgiana — joder con las citas—, un alabastro que no es Madrid, una soledad cartesiana, todo puro como un pensamiento de la ciudad sobre sí misma, sin memoria del negrear eterno de las gentes, que nos tapan los edificios y las avenidas.

En días así es cuando se comprende que la ciudad no tiene nada que ver con sus habitantes, que la ciudad es un milagro de arquitectos suicidas, y que la pobre gente sólo es escoria. Jamás llegará a conjugarse una ciudad así, espléndida como un siglo, con el hormiguero andante que la puebla a diario. Diciembre o enero, yo qué sé, otoño duro o primavera ausente, frío y sólo frío, el frío es como una categoría de la luz.

Lo que estoy recordando son mis primeros domingos en Madrid, cuando me sentaba, igual que hoy, a ver la ciudad, a descubrirla sin nadie, y aquello era muy hermoso de mirar, desde Carlos III a Sáenz de Oíza, desde el barroco, profundidad hacia fuera, hasta el manhattanismo de los noventa, pasando por el racionalismo madrileño de los treinta, la gran capilla del Viaducto, con los suicidas como exvotos.

¿Iba yo a poder alguna vez con la gran ciudad, iba a conquistar aquellos espacios hostiles y sin clima, aquellas distancias inhumanas? Sabía que no, me sentía ajeno a todo aquello, no entendía por qué había llegado voluntariamente hasta allí, hasta aquí, y no lo entendía por eso, porque había sido voluntariamente.

En los días laborales —aunque yo no tuviese nada que laborar— me mezclaba con la gente, me sentía arropado de personas, cálido de multitudes, a compás con el compás intenso de la ciudad. Y así me engañaba a mí mismo caminando en dirección adonde caminaban todos, aunque yo no tenía ninguna dirección. Pero los domingos se me manifestaban dos cosas espantables: que yo no tenía ningún sitio adonde ir ni conocía sitios, y que la ciudad vacía era una inmensa cordillera de espejos que no reflejaban nada, un mundo de cristal y piedra, sin compatriotas humanos, completamente inaccesible, atrozmente bello en su luminosa tristeza, si los grandes edificios eran capaces de sentir tristeza, si las casas como cornucopias de la Historia, ahora vacías, eran capaces de sentir algo, salvo el subir o bajar fantasmal y vacío del ascensor, que era como la respiración lenta y poderosa del inmueble.

Después de treinta o cuarenta años de vivir en la ciudad (aparte haber nacido aquí), cuando tengo un rescoldo y un sombrajo para mí y para mis libros, sigo viviendo el terror de los domingos, el espanto vacío de los días festivos, la atracción vertiginosa de tirarme desde todas las cristaleras para que arda un suicida y por lo menos haya algo en la calle, ese rojo fraterno de la sangre. Quizá por eso estoy aquí ahora, atraído una vez más por aquellos domingos de entonces, que son este domingo.

La ciudad se ha olvidado de su nombre y es evidente que ya no me reconoce, como entonces. Estoy sentado en un banco de una hostil y familiar avenida, en el banco no hay nombres femeninos, como antaño, en este banco de madera nadie ha escrito nada, salvo una mancha que puede ser de sangre, de chocolate o de perro. Las paredes de los edificios, en cambio, gritan para nadie sus pintadas políticas o anglosajonizantes, son el rastro que van dejando las tribus urbanas por este inmenso barrio de siglos y silencio. Pasa algún automóvil velocísimo y lejos. Aquellos domingos de los sesenta, cuando yo comía en un mesón de alegría lóbrega y taurina, y luego me venía a estas grandes calles, sintiéndome la cara blanca y el corazón parado, viendo el domingo de la gente como una ausencia de gente, como una ciudad abandonada, estéril, granito y vidrio que alguien ha levantado para mi asombro y para edificar la soledad del siglo XX, del hombre unidimensional y sin atributos, aquel que por lo menos era un hombre, pero esta tarde ya no existe. Aquellos domingos son este domingo, estoy parado en una trampa del tiempo, estoy preso en una inmensa libertad, porque la gran prisión es ésta, la del hombre solo que se va haciendo soluble en su nombre para finalmente olvidar cómo se llama y qué hace en este banco de madera aglomerada y hieres insolidario.

Trampa del tiempo, sí, conjura del domingo, esto ya lo he vivido, ¿habrá que volver a empezar desde entonces?, sé que moriría en el intento, la ciudad me desconoce más que antaño, en vano creí haber grabado mi nombre por las traseras de la capital, por los desmontes de la fama, miro en torno y nada da testimonio de que estoy aquí, de que ésta es mi ciudad, de que yo soy el hombre de las multitudes cuando se ha ido la multitud.

Tanta libertad llega a ser ahogante, tanta calle llega a ser inhumana, sólo veo frente a mí un edificio con medallones de moldura, o sea la gloria de los muertos, y más allá, lejos, la cordillera de espejos, cúpulas, ángeles de resol y ni una sola nube, que incluso la nube podría ser compañía, pero el cielo es sólo fulgor y el domingo, o lo que sea, se prolonga o, más bien, no avanza, es un domingo inmóvil que sólo vive un poco si pienso y siento que es aquel domingo, el de hace medio siglo, y que estoy atrapado en él, podría pasear, caminar por los grandes bulevares hasta hacerme invisible a mí mismo, hasta perderme de vista, pero algo me impide levantarme ni siquiera moverme, ya lo dije antes, este frío que me craquela y al mismo tiempo me contiene, sujeta, cohesiona, este frío que temo perder porque eso supondría la licuación de mi sangre, la muerte por licuación.

Quisiera caminar hasta perderme de vista, y lo pienso largo rato y eso me alivia y con el alivio se me pasa la urgencia de caminar. Quizá si yo me pusiera en movimiento, toda la ciudad se pondría en movimiento, y eso también me da miedo, prefiero estos acantilados de luz y nadie. Pero la ciudad, el fondo uterino de la ciudad —¿dónde?—me manda un ángel de aluminio, un taxi libre que se para silencioso junto a mí, y el taxista asoma la cabeza aún joven por la ventanilla:


—¿Le llevo a algún sitio, don Francisco? Se va usted a resfriar aquí...

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