sábado, 26 de agosto de 2017

Artículo: René Magritte, el surrealismo burgués



RENÉ MAGRITTE: EL SURREALISMO BURGUÉS

La paloma de azúcar o de estopa es la paloma / antifaz del caballero de bombín, el enlutado caballero que lleva luto por todos nosotros y se cubre con un bombín u hongo negro que es como el uniforme de todos los buenos burgueses del país más burgués de Europa, Bélgica. El antifaz/paloma, sí, es la impersonalidad del hombre feliz, cuya paz burguesa alteró Magritte con roturas de vidrios en el paisaje y bellas cabezas de escayola que sangran por una sien.

Se ha dicho de Magritte que es un pensamiento en imágenes. Magritte es «el buen burgués» que llora el día en que visita la casa de Alian Poe. Ambos eran Escorpión, pero Magritte no lloraba por eso. Asimismo, compartían la devoción por Lautréamont. Magritte llega a ilustrar Maldoror. En principio parece que no pega, pero el surrealismo ordenado y sereno del belga puede subvertir el mundo con la misma eficacia que el piano de serruchos del poeta maldito.

Magritte parece un empleado de Banca que a la salida del trabajo se reúne a jugar el bridge surrealista con Aragón, Max Ernst, Eluard, Marcel Duchamp, Man Ray y Dalí, pero Bretón, siempre excomulgante, le omite en su libro El surrealismo y la pintura, 1928.

Rauschenberg y Jasper Johns estudian a Magritte. El belga expone tres cuadros triunfales en Nueva York, pero no pierde nunca su aspecto de buen burgués que pasa por la vida soplando la ceniza de los ceniceros y mandando sus chalecos a la tintorería, o mejor llevándolos él mismo.

Pero quien más le debe a Magritte son los maestros del diseño y el cartelismo, el pop, la poesía virtual y el arte objetual. Magritte realiza objetos plásticos de extraña y serena imposibilidad. En él, la jarra no «jarrea», como en Heidegger, sino que es como el revés de la jarra o de la pipa, Esto no es una pipa, la negación del objeto como herramienta humana, el alma misteriosa y rebelde de las cosas, porque a las cosas domésticas les ha contagiado el gato su condición hierática, ociosa, hostil al hombre, enigmática.

Porque todo eso llevaba dentro el señor formal y enlutado, aquel tipo correcto que daba conferencias y escribía ensayos, que era algo así como el Paul Valéry de la pintura y que nunca perdió los modales en la orgía surrealista. Su madre se suicidó tirándose al río, y luego hallaron el cuerpo con la camisa enrollada en la cabeza. Esa imagen surreal en sí, esa madre sin cabeza, o embozada en la muerte, incógnita, es sin duda la total inspiración de RM. Porque esto ocurría cuando René tiene 14 años. Hay un cuadro suyo donde vemos una mujer sin cabeza, pero en la que más despacio distinguimos otra mujer sin cabeza. Esta obra sería la expresión más directa de lo que tenía dentro el cerebro de Magritte, pero uno cree que la transformación de la realidad doméstica en espanto y misterio caló mucho más profundamente en el alma de Magritte. Ya para siempre juega a introducir lentamente el terror en los interiores tranquilos, en las tardes dominicales frente al bosque, de modo que nunca sabemos si la catástrofe está dentro o fuera. El pintor altera un factor mínimo de la realidad, con lo que todo el simétrico conjunto se desnivela, y así adquirimos conciencia de que el bienestar de clase media alta no es sino un delicado equilibrio acechado por todos los peligros del sinsentido, el cáncer y el suicidio.

Esto ocurre en esas ciudades levantadas sobre una gran roca suspensa en el vacío infinito, que es el universo donde se movió este místico del horror vestido siempre de peatonal y dominical belga en la pacífica Bruselas, en Brujas la muerta.

Así como el surrealismo en general trastorna el mundo desde el sueño y la belleza desde la pesadilla, a Magritte le hasta con alterar un pico del mantel, una cristalera, un espejo, para que la inquietud, el terror relativo de las cosas penetre nuestras vidas, como en Graham Greene o Patricia Highsmith. Muy cerca de lo policíaco y la antinovela, el intento de Magritte, empero, es lírico. El lirismo negro de sus amigos de París es el lirismo de nuestro señor formal cuantío hace llover cientos de señores formales sobre su siempre lluviosa ciudad, o cientos de verticales barras de pan del desayuno. Magritte o la subversión de lo cotidiano. Aunque él nunca renunció a ser uno más de esa multitud, en realidad la está ironizando, la está denunciando.

Lo que hace Magritte en pintura con Bruselas es lo que hace Pessoa en verso y prosa con Lisboa. Son dos poetas subversivos disfrazados de contables. Su mujer, Georgette, tiene un aborto, y el pintor, de acuerdo con ella, decide renunciar a la experiencia de la paternidad. Teme por la vida de Georgette. No quiere repetir la escena de la mujer desnuda y muerta, con la camisa arrollada a la cabeza. Sería otra vez la misma muerta y la misma camisa. La naturaleza imita al arte, pero no debe imitar el arte de Magritte concretamente. Su mundo fue apacible y sin complicidades, pero tuvo que hacer ilustraciones y pósters para vivir.

Magritte es el antisurrealista que viste de grandes almacenes, como su amigo Joan Miró, porque tiene horror al folklore de los surrealistas y pretende pasar inadvertido. Su paisano Delvaux hace un surrealismo más directo y más lírico, con sus mujeres desnudas en populosas estaciones nocturnas, pero lo de Magritte es una interiorización del espanto, una puesta en cuestión de la verdad clásica y tradicional. Magritte es un relativista como Einstein. La línea de la realidad puede quebrarse en cualquier momento. Lo más curioso de todo es que Magritte es popular, y lo es porque sus cuadros tienen anécdota. El pequeño sinsentido que recogen equivale a un chiste serio para el público. El sentido de ese chiste (puesta en cuestión del orden y la realidad) es lo que ya no todo el mundo capta. En Magritte hay sorpresa antes que calidad, y la sorpresa es lo que le ha hecho el más conocido de los surrealistas. Él, que quería ser un genio de traje gris.

Hombre de las multitudes, como Poe y Baudelaire, se disfraza de multitud con sus ternos y sus bombines. Nos da el eterno domingo de Europa, burguesazo y aburrido (que en el fondo ama), y al atardecer introduce el caos silencioso en los comedores, las calles vacías y las mujeres anónimas. Hay algo en él del detectivismo de su paisano Simenon: cotidianidad, provincianismo, felicidad de clase media con el absurdo a la vista. Miramos el cuadro y nos preguntamos, como con la novela de Simenon: «Sí, todo muy bien, pero ¿dónde está el crimen?».

Francisco Umbral

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