domingo, 18 de noviembre de 2018

Nuevo viaje a la Alcarria



Mundo Hispánico. Nº 182, Agosto 1963 
Nuevo Viaje a La Alcarria
Francisco Umbral

Torija, una secreta frontera. Iniéstola, Alcorlo, Humanes, Brihuega y otros edenes. A la sombra de los tilos en flor.


-¿Y qué es eso de la Alcarria, niña? La niña no ha leído a Camilo José Cela, pero está estudiando con provecho su geografía del primer año de bachillerato.

«La Alcarria: alta meseta de matorrales y plantas aromáticas que se extiende por las provincias de Cuenca y Guadalajara. Es muy renombrada su miel. Brihuega es el principal centro de la comarca.»

 Lo ha dicho con su bonito sonsonete escolar de niña lista y aplicada.

-¿Brihuega dices? ¿Y se va por aquí a Brihuega?
-No, señor, por aquí se va a Alcalá de Henares.

La lectura del inolvidable libro de C. S. C., primero, y las sabidurías de la niña guapa y sabia, después, nos habían metido en ganas de visitar esas comarcas de miel y literatura, esa España enmielada, haciendo n poco de Calixto itinerante para la Melivea -voz de miel- de nuestra geografía. Jugamos a enamorarnos de la Alcarria un tanto literariamente, a riesgo de volver de allá, tras los periplos periodísticos, verdaderamente enamorados. La Alcarria, una comarca de límites más sentimentales que tográficos. Una vaga provincia que se sueña entre dos provincias de Castilla la Nueva. Pero la niña ha dicho que por aquí va a Alcalá de Henares.

-Claro que desde Alcalá de Henares, seguido, seguido, también se llega a donde usted va.

La Alcarria, después de Cela. Rutas alcarreñas de verano tras los pasos ya lejanos, pero nunca borrados, del descubridor literario de la comarca, dicho sea con perdón del señor geógrafo que escribió eso de «meseta de matorrales y plantas aromáticas» que nuestra pequeña amiga recita cómo si fuesen versos. Y a lo mejor lo son.

Torija el primer pueblo de La Alcarria

A su paso por Alcalá, el Henares llevaba aguas rojas, como de arrastres arcillosos. En la hermosa plaza de Cervantes, pacíficos vecinos dejan transcurrir el verano a la sombra de los soportales, viendo llegar y pasar a los turistas de los coches largos y de los coches cortos. Alcalá es Alcalá. Un sitio hermoseado, con tanta historia y tan sabido que da casi vergüenza repetirlo ahora, pintan cafeterías Americanas en las esquinas más estratégicas, pero no hay peligro de que el aire  acondicionado de ninguna cafetería vaya a privarle de su propio aire eterno e interno a la cervantina y universitaria ciudad. Aquí, aunque no sea la Alcarria, puede comprarse ya el primer tarrito de miel alcarreña. De modo que si usted no traía alforjas para más viaje, puede darse ya la vuelta hacia Madrid e invitar a miel a sus amistades. Se ahorrará  kilómetros y tiempo. Claro que no es lo mismo, ni mucho menos. Nosotros, en su caso, seguiríamos adelante, saltando las rojas aguas del Henares, en busca de esa nueva fuente de la eterna juventud -como Ponce en la Florida- que es o parece ser la miel convertida en jalea real. A ver qué pasa.

Brihuega, dijo la niña. Los letreros de la carretera, sobre los gloriosos campos estivales, empiezan ya a hablar de Brihuega y de los kilómetros que le faltan al coche -a nuestro coche- para llegar. Hay otros letreros, otros carteles, que de lo que hablan es de licores y neumáticos e incluso del hotel que espera al viajero en  Barcelona -estamos en la carretera de Barcelona--, pero no son ésas las lecturas que a nosotros nos interesan ahora.

«Restaurante La Morena. Déjeuner. Meals. Comidas »

No hemos entendido lo del medio, que está escrito en idiomas exóticos, pero los dos extremos del rótulo, en cambio, son lo suficientemente castellanos y tentadores como para echar el freno. A la puerta del restaurante La Morena preguntamos por la comida y por la bebida. Ya está dicho que el  «déjeuner» y el «meals» no van con nosotros. En cuanto a la morena, hemos preferirlo esperar a ver si aparecía por allí, sin decidirnos a preguntar nada. El pan y el jamón eran perfectamente honrados. Café de puchero y agua de botijo. Unos turistas y unos camioneros.

-¿Y ese pueblo?
-Ese pueblo es Torija.

Torija, el primer pueblo de la Alcarria, según se va, está ya a la vista. Hemos llegado. La torre del castillo se alza sobre el paisaje.

-Son las diez y media de la mañana. Nadie ha preguntarlo nada, pero un oficioso nos cuenta que son las diez y media de la mañana.
-Gracias, hombre. 
-De nada. A mandar.

El coche entra en Torija subiendo, subiendo. El pueblo está en un alto. Torija es piedra. Todo piedra. Sólo piedra, Piedra blanca y tornasolada, envejecida de siglos, parda en la iglesia y rosa en el castillo. Entre las calle, pétreas y pinas, grandes boquetes de cielo azul. Hemos cruzado una secreta frontera. Ya no estamos en Castilla la Nueva. Ni siquiera en la provincia de Guadalajara. Estamos en la Alcarria. Atienza, Fuentes, Casasana, Sacedón, Pastrana... nombres y pueblos se abren ya ante nosotros, en el mapa de la mañana. Hay mucho que andar y mucha que ver. ¿Por dónde empezamos?

De momento, por Torija, que es lo que está más a mano. Una gallina nos mira y va a contárselo a las otras gallinas del pueblo. Frente a la carretera, un edificio nuevo, que debe de ser, la escuela. Hay una niña a la puerta, solitaria y contemplativa, con su trenza por la espalda. ¿Qué hace esa niña a la puerta de la escuela cerrada, en pleno mes de agosto, cuando un curso ha terminado y el próximo aún está lejos? La Alcarria nos ofrece en ella su primer enigma, paseamos. Allá abajo, los caches -pocos, silenciosos, más bien lentos- van y vienen por la carretera. Arrimándose a la cuneta camina una pareja de mulas. O viaja un hombre en bicicleta. La carretera es un río ciego donde Torija no puede mirarse. Hay callejones con sol y niños rubios. La iglesia tiene una torre románica con un reloj cuya esfera, desde aquí  abajo, parece de piedra. Al reloj le falta una aguja y la otra está parada- La torre atalaya vegas y campos, tierras y caminos.

-Qué hermoso panorama, ¿eh?
-Sí- Muy Hermoso. Pero vamos a la plaza mayor.
-Plaza de la Villa se llama.

La plaza de la Villa es como dos o tres veces la plaza madrileña de igual nombre. Tiene Ayuntamiento, puesto de la Guardia Civil, juego de pelota y fuente de agua clara. En un extremo, el hombre de las verduras vocea y vende junto al motocarro en que ha traído su mercancía. Las vecinas de Torija van y vienen con los cántaros, las herradas, los cubos de plástico. A por agua a la fuente, que es el rito local de cada mañana. Charlan y charlan mientras el caño corre. Luego regresan a casa despacio, con los recipientes llenos. 

Hay algún niño que camina dentro de una arandela de madera lo suficientemente amplia como para evitar que los calderos le golpeen las piernas. El mejor rincón urbanístico de la plaza es el que mira hacia oriente, con su única casa de cierto empaque junto a otra más modesta, pero alegre, enjalbegada, vestida de hiedras y enredaderas. Pasa el vendedor de cerezas con su carga en los serones del enorme burro

-¿Son grandes las cerezas? 
-Son menuditas, pero muy dulces
-No me fío
-Cátelas, oiga, y dígame.

Catamos las cerezas y preguntamos el precio.

-A seis pesetas el Kilo
-Pues pónganos medio kilo

Las pesa en su pequeña romana de mano. Una lugareña espera su turno con un plato en la mano para comprar las cerezas del postre.

-Pero no tengo papel para envolvérselas a ustedes.
-Pueden ir en los bolsillos.
-No, que manchan.
-Yo les voy a traer un papel,

La lugareña se ha ido a su casa a por un papel para envolver  las cerezas. Vuelve con una doble hoja de periódico.

-Gracias, señora.
-No hay de qué. Una también tiene hijos por el mundo y le gusta verlos atendidas,
-Eso.

Seguimos nuestra paseata por el pueblo picando en el envoltorio de cerezas. El viejo que está sentado al sol, a la puerta de su casa, es el señor Félix.

-Setenta y cuatro años tengo. Toda la vida en el pueblo.
-Señor Félix, ¿qué tal van esas piernas? 
-Así van. Gracias a las garrotas,

El reúma le tiene como le tiene. Se ayuda de las garrotas para andar. El señor Félix ha trabajado en el campo desde joven.

-Toma, ya lo creo. 
-¿Y ahora?
-Toma, a vivir tranquilo y descansar. 
-¿Qué tal los nietos?
-Ahora vendrán por aquí a hacerme compañía. La mujer y yo vivimos solos. 
-¿Muchos años casados, señor Félix? 
-Toma, ahora van a hacer cuarenta. Pasan las vecinos y le saludan. El señor Félix tiene el rostro moreno y la risa maliciosa. Nos desea buen viaje y hace ademán de incorporarse para despedirnos.
-Nada de eso, señor Félix, No se mueva usted.

Después de haber dado la vuelta completa al pueblo, pasamos otra vez ante la escuela. Sigue allí, inmóvil, la niña de la trenza. Se nos ocurre regalarle el paquete de cerezas.

-Niña, ¿quieres cerezas?

Viene y las toma en sus manos cuidadosas. Se ha quedado donde estaba, sola, comiéndose nuestras cerezas.

Geografía y buenos letras

Vamos y viajamos. El auto por la carretera. Vueltas y revueltas por la Alcarria. La geografía leída, aprendida en los versos, se hace ahora verdad y camino. Con el viento de la velocidad se van abriendo libros que hablaban, que hablan de todo esto. Dice un poeta de esta tierra, sabio, sabedor y amigo:

Valfermoso, Montarrón,
Campisábalos, Beleña,
Iniéstola,Alcorto, Humanes,
Razbona, Trijueque, Atienza...

Ay, nombres tan enjambrados,
Alcarria, Campiña, Sierra,
Norte, Sur, Este, recuerdo,
Poniente, Oeste, la escuela 
de niño, y el río Sorbe
por Peñahora, y abejas 
ajetreadas de mayo,
color, amor, por las tierras
pobres de cardos morados, 
acuarelados de hierba;
los alcores, y los trigos,
candeales con tristeza
infantil,con sufrimiento
confuso por las ideas.

Brihuega, Cifuentea, Trillo
Pastrana., Albares, La Mierla,
Fontanar, Molina, Henche,
Las Minas, Hita,Sigüenza...

Es como ir viajando por dentro del romance, de este romance, cubriendo etapas, descubriendo nombres y pueblos, hasta la absoluta y gozosa confusión de la buena geografía y las buenas letras. La hogaza al sol de la Alcarria hay que untarla con miel de versos, con dulzor de poemas. La Alcarria, con literatura, con verso y prosa, sabe a más, se entiende antes y mejor.

-¿Y cuándo llegamos a Brihuega?
-Decía la niña sabia que Brihuega es algo así como la capital de esta comarca. Mañana, Dios mediante, estaremos en la capital.

Brihuega, ajardinada e ilustre

«Brihuega tiene un color gris azulado, como de humo de cigarro puro, parece una ciudad antigua, con mucha piedra, con casas bien construidas y árboles corpulentos» La descripción es de Camilo José Cela en su Viaje a la Alcarria. No es fácil esto de andar sobre huellas tan ilustres. Todo lo había contado ya Camilo. Y Camilo lo contó mejor. La Alcarria, después de Cela, es aquella de entonces y es ya otra. Porque el tiempo pasa incluso sobre estos pueblos sin tiempo. Y porque cada visitante descubrirá siempre su Alcarria en la Alcarria, Y su torre Eiffel en la torre Eiffel. De no ser así, mas vale que se quede en casa.

Por nuestra parte, hemos conocido, más o menos apresuradamente, una Alcarria con belleza y sorpresa como para escribir varios libros que nunca escribiremos.

-¿Y ni siquiera un reportaje? 
-Caramba, el reportaje se escribe solo, como quien dice.

Brihuega sigue siendo de humo azul de cigarro puro. Se recuesta en una ladera, acercando el ocre de sus tejados al verde y el violeta de la inmensa campiña que se abre en su regazo sin fin. En la hermosa y sombreada alameda, cerca de la fuente de dos caños, con pilón para las caballerías, frente a la Puerta de la Cadena, abierta en la muralla, encontramos a Julio Vacas, Portillo, el viejo amigo de Cela, a quien éste dedica casi un capítulo entero de su libro de la Alcarria. Están, en grupo, los hombres del pueblo, charlando junto a la gasolinera, y Julio Vacas, sentado en un banco, lleno de años y saberes, se quita la boina para hablarnos de su ilustre compadre.

-Sentados a la misma mesa que estuvimos, Yo le firmaba los libros que tuve a bien resalarle y él me dio cinco pesetas. Julio Vacas, Portillo, buhonero y retórico de profesión, tiene una heroica historia familiar. Con su venta de chismes y su trato en golosinas, de un lado para otro, ha sostenido a los hijos-alguno de ellos paralítico- e incluso se ha hecho un nombre en los alrededores. Aparte del prestigio literario que le otorgara su nunca olvidado amigo, de quien nos habla una y otra vez.

-Le dan ustedes recuerdos a Don José Camilo de Cela, es persona que lo merece. Don José Camilo me tiene encargado un maniquí que voy a ver si se lo tercio. Yo he estado mucho en Madrid. Y en Valencia, a comprar mercancía. Tengo que ir a visitar a don José Camilo. En Madrid he hecho buenos negocios con los anticuarios de la calle del Prado. Los conozco a todos. Qué persona don José Camilo. Andaba entonces con su macuto, A mí me han aperado ahora de una hernia. Que lo sepa don José Camilo de Cela... Y aquí estoy, a mis años, resistiendo. No fumo, no. En la televisión, que salí hace un poco. Será una honra si ustedes me envían estos retratos...

Nos despedimos de Julio Vacas, Portillo prometiéndole enviarle desde Madrid las fotos que le ha hecho Alfredo. Los hombres del pueblo le rodean para comentar el Caso. Salimos carretera adelante, deteniéndonos a beber agua en un manantial en el corazón vegetal y sombreado de la Alcarria, allí donde las colmenas maduran herméticas al sol, el agua se despeña por las cascadas y el grajo gigante -muchos grajos grandes y negros por toda la Alcarria- vuela y revuela en torno a la frente de piedra de la montaña, como un cuervo, como un buitre, como un aguilucho menor, un poco siniestro. El camino de regreso está alegrado de. amapolas y flores hospicianas en los bordes de la carretera. Comemos en la avenida de las Heras -así, con hache, cualquiera sabe por qué-, de Brihuega, después de haber visitado el jardín carlostercista de la antigua Fábrica Real de Tejidos, orgullo del pueblo, mirador fragante con rincones caprichosos, lugar donde hoy veranean familias madrileñas. ( Y junto al jardín, la inmensa bodega y los antiguos telares, naves profundas y abandonadas, como una misteriosa confirmación de todos los misterios que el jardín anticipa).

Comemos, digo, en la avenida las Heras, siempre bajo el perfume dulce de los tilos, y ahora can las manos entintadas de moras, porque en las moreras de Brihuega se puede entrar a saco, y el jugoso fruto, en verano, se desprende solo.

-Yo soy León Peña Vaquero.

León Peña Vaquero se ha sentado a comer con nosotros en la calle. Es de un pueblo de al lado y va cumplir en seguida los ochenta años. Parece un pastor sin rebaño, pero lo suyo ha sido siempre la labranza. Tiene los ojos hondos y la boca sumida, casi infantil. «Yo fui melitar en Madrid, ¿Ustedes son de allá? En Fuencarral anduve a la labranza de un señor marqués que todavía vive,» León Peña Vaquero, labrador retirado, cazador solitario, hombre soltero y elocuente, tiene una gorra sobre la que parecen haber pasado edades geológicas. Por debajo de la pana se le ve la camiseta. Le obsequiamos con un vaso de vino y nos obsequia con un cigarro. «La moza que sirve a la mesa es de mi pueblo», dice.

Después de comer, uno se fuma -siguiendo su costumbre de fumar de lo que le dan, y no siempre— el negro y torcido y difícil cigarro de León Peña Vaquero, León Peña pone su firma en un papel, para que veamos que sabe, y luego le gasta bromas a la moza de la venta, que se llama Mari y tiene dieciocho años.

-La Mari es de mi pueblo.
-Ya.

A la hora de la digestión y de la siesta, León Peña Vaquero siguió su camino pasito a paso. La Mari, la moza de la venta, nos despidió con su sonrisa honrada de mujer codiciada y honesta. Nos metimos apretados en el auto -después de comer parece como que ocupa uno más sitio-, y echamos carretera adelante. La Alcarria, a campo abierto, estaba hermosa. Los tilos perfumaban todavía, dulcemente, largamente. Los tilos o quién sabe qué.

Serán las plantas aromáticas que decía aquella niña...

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