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viernes, 16 de noviembre de 2018

Miguel Delibes




Que mejor reseña de este libro/biografía de Umbral que el comentario que escribió Miguel Delibes en la Revista Destino:


18 da marzo de 1971
 
Recibo un ejemplar da mi biografía escrita para Epesa por Francisco Umbral. Encararse con la propia biografía, estando vivito y coleando, es como asomarse al propio panteón: le produce a uno repeluzno. Y, por otro lado, le abochornan los elogios y le encoronan los errores o lo que uno juzga tales (nada digamos del hecho de ver reproducidas unas cartas espontáneas, intimas y personales, que le induce a uno a sentirse en calzoncillos en una reunión de fraques). Por de pronto. Umbral, tras un breve y espléndido prólogo, hace un estudio de mi evolución espiritual y literaria y se enfrenta con mi obra con sus habituales brillantez y originalidad. Sin embargo, es con el proceso de mi evolución ideológica con lo que no estoy conforme. Umbral me atribuye una ideología a los quince años (cuando se inicia la guerra civil), cosa que, desgraciadamente, dista mucho de ser cierta. El hombre que piensa (o, mejor dicho, que con el tiempo va a pensar) vive ordinariamente hasta los veinte años instalado en un confortable sistema de seguridades que ha heredado (familia, colegio, medio, etc.). Posteriormente se incorpora a un sistema de duda sistemática que le empuja a situarse en el lugar -del otro» e intentar comprender sus razones. Tampoco creo, en otro orden de cosas, que la mayor parte de los muchachos que pelearon en el bando nacional pensaran entonces en defender sus privilegios de casta. Estos, como los muchachos de enfrente, se alistaban con la mirada ilusionada, soñando con una España distinta. Probablemente la política y el dinero tuvieron buena culpa de que no se encontrara entre ellos un punto de concordia. Tampoco creo que Umbral valore debidamente la vertiente religiosa, motivo que en quel trance impulsó a la mayor parte de los católicos a aliarse con los poderosos (¡ah, si en aquel tiempo hubiera reinado ya Juan XXIII!), pero en ellos pesaba más la evidencia (la quema de un convento de monjitas indefensas) que las motivaciones (las graves responsabilidades contraídas por la Iglesia frente al pueblo, cosa que se ve después). Nadie, pues, que actuara entonces con buena conciencia tiene por qué avergonzarse de haber sido vencedor ni vencido. De lo que sí debemos condolernos es de no haber sabido evitar el drama y de haber prolongado sus consecuencias tanto tiempo. Pero el hecho (pongo por ejemplo) de que yo descubriera por mi cuenta la pureza edificante de don Julián Besteiro (anatematizado por la derecha) antes que una evolución Ideológica (y a esto iba) es un despertar, ya que por mi edad yo no podía conocer a Besteiro cuando Besteiro actuaba. 

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