lunes, 5 de febrero de 2018

Rosa Montero




Crónica de Rosa

Rosa de día, Rosa de noche; aquella Rosa metida en carnes adolescentes, cuando la Escuela de Periodismo, metida en medias negras de precoz. Rosa, Rosa Montero. Rosa rodeada de sí misma, niña inquieta y forgiana, dulce forgendro alegre y velocísimo. Rosa mimo, Rosa mímica, Rosa rosae, conjugándose a sí misma en la década prodigiosa de Sempere, los sesenta; Rosa metida en ácidos nocturnos, abandonada de sí misma, de la otra Rosita pastelera, esbelta ya, moteada de purpurina, enigmatizando su risa adolescente tras una red pueril de lentejuelas.

Rosa puesta a escribir, profesional, estilista de la velocidad, milleriana de urgencia, esteticista de la hora del cierre. Crónica del desamor, aunque el feminismo y otras causas capitalicen su éxito, no es un libro de tesis, no es una cruzada: es, irónicamente, el libro de una inteligente feminista por la que asoma el rabo del estilo, la furia de la prosa, el autor más machista de la historia: Henry Miller.

Rosa ha repartido su propia biografía entre varias mujeres de su edad o de su mundo (debe ser así, creo, como se hace, una novela), al mismo tiempo que, con las vidas veraces de sus amigas, ha construido un personaje que pudiera ser ella (debe ser así también, por lo visto, como se hace una novela). Más que crónica del desamor, crónica del furor, el furor de vivir, el furor de trabajar el furor de no trabajar, el furor de ser libre, el furor de ser hembra. El furor.

Rosa ha hecho su travesía de Madrid, y para quienes hemos seguido de cerca-lejos la trayectoria de Rosa (de la ortodoxia Engels-feminista al cuelgue pasotísimo y el nuevo periodismo), este libro es un aluvión de vida (y no, hago crítica literaria, que otros más doctos y doctorados hay para eso), un desorden amoroso como el que preconizan los últimos ensayistas franceses, un testimonio de la mujer-víctima y una estampa del Madrid flipado y maldito de los sesenta-setenta.

Rosa Montero es la anti-señora Alcott. Crónica del desamor es la anti-Mujercitas. Las mujercitas de este libro están fundidas con la vida, mientras que las artificiosas muñecas de Luisa María Alcott eran anteriores a la vida.

Siempre he echado de menos el testimonio femenino directo, escrito, en este tiempo en que la mujer y el mar son los dos universos en mayor cambio y transformación. Antes no escribían porque no las dejaban. El alfabeto era cofre cerrado del hombre, panoplia viril de sus armas dialécticas para el amor o la guerra. Luego, las que han escrito, han sublimado o han teorizado. Han hecho mucha poesía lírica y mucho ensayismo. Ullán trajo hace poco, lúcidamente, a estas páginas la imagen de Margueritte Duras, estofada de cultura. El hermetismo de la novela moderna ha permitido a las escritoras seguir siendo torres ebúrneas, como en las letanías a la Virgen.

Anais Nin habla más del mecanismo psicológico de sus amantes y de su padre que de sí misma. Entre nosotros, Carmen Laforet, Ana María Matute, Carmen Martín-Gaite, han hecho autobiografía lírica, soñada. Sólo Montserrat Roig en Cataluña y Rosa Montero en Madrid nos dan desordenada vida vaginal, autonómico mundo femenino, fogonazos vitales, pedestre carne de mujer, y no ya, como retorizaba el poeta, «celeste carne de mujer».

Está a punto de descubrir, Rosa, que su caos no es sagrado, como nos mintiera Rimbaud. Y no por feminista, sino a pesar de, ha conseguido un libro reventón de vida, irregular y pleno, furiosamente desigual. En mitad de una joven generación fría, Rosa ha tenido la luminosa inconsciencia de arrojarnos un ramo de vida. Se le están empezando a caer las lentejuelas.

El País, día 23 de Junio de 1979
TRIBUNA: FRANCISCO UMBRAL

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