viernes, 12 de enero de 2018

Cuchilladas nocturnas




En ese diario de postrimerías que es "Un ser de lejanías" Umbral sólo quería escribir la escritura, escribir el escribir como el pintor abstracto pinta el pintar. Lejos se ha quedado la batalla de la cultura.


ELEGÍ la literatura como reino fuera de este mundo, como reducto de sosiego y silencio, al margen de la guerra y el crimen, pero no era verdad.

No era verdad. La literatura está llena de cuchilladas nocturnas, secretos mediocres, delincuentes con buena letra y meretrices que han arruinado con su lepra sexual a los grandes poetas. La historia de la literatura es un vasto cementerio que todavía huele a la sangre derramada de los clásicos y al cadáver reciente del crimen erudito de anteayer.

Sócrates y Séneca tuvieron que suicidarse por orden superior. Nuestros clásicos del XVI y el XVII se acuchillaban entre ellos y se clavaron insultos que ahí están, en las antologías, como testimonio de que uno escribe mejor cuando está dispuesto a matar. La mejor prosa sería una prosa criminal. Y el verso. A Oscar Wilde le tuvieron trenzando y destrenzando esparto, en Reading, destrozando sus manos de poeta y sutilísimo ensayista. Baudelaire es condenado por un libro inmortal e ignorado o traicionado por el gran crítico de la época, Saint-Beauve. Baroja calumnia a Valle Inclán, Sawa llama «negro» a Rubén, la Pardo Bazán dicen que mantiene relaciones esquineras con los grandes hombres de su época.

En estos días, Vargas Llosa ha criticado a los críticos y los críticos han dicho al fin lo que pensaban: que el peruano es mejor ensayista que novelista. El lúcido Borges escribió cosas deliberadamente torpes contra García Lorca y tantos españoles. Eliot saquea a Joyce y a Pound, los surrealistas definen a Anatole France y a Barrès como «cadáveres exquisitos», Althusser asesina a su mujer, la asfixia, a Nerval lo cuelgan de una verja, Virginia Woolf se suicida, Byron se acuesta con su hermana...

Tres puntos suspensivos como tres gotas de sangre. Cuando yo empecé a hacer literatura en los periódicos, me dijeron que era muy bueno, pero que era siempre igual. Unos críticos han consagrado mis libros y otros han deseado por escrito mi no existencia corporal, mi inexistencia no sólo literaria, sino física. Todos han elogiado mi estilo por ocultar mi pensamiento. Cuando algún filósofo ha reparado en mi pensamiento —Marina—, nadie se ha hecho eco. Una amante muy literaria me dijo: «Tus libros me parecen todos el mismo y con el mismo título.» Un director de periódico, a mis cuarenta y tantos años, me dijo que yo estaba «muertecito». Pero en los veinte años siguientes el muertecito ha escrito sus mejores cosas y ganado sus más ásperas contiendas. Tengo en la memoria cicatrices de todos los que van armados por la literatura. El discípulo amado pronto trueca su discipulazgo en rencor. Tengo tajos en el alma de todos los jefes de grupo. La tribu literaria es la más salvaje e irritable de todas las tribus urbanas. A mi vez, conozco a mis damnificados y no me arrepiento.

He sufrido condenas de silencio largo y conjuras de frivolización, incomprensión o estupidez. La única realidad, la gran paz dentro de esta tribu es la paz laboral de sentarse al sol, a la puerta de casa, a escribir sobre la belleza del mundo, de una mujer o de una palabra. Sin rencor, o purgado de todos los rencores por las enseñanzas de la edad, uno escribe su escritura, escribe la escritura, como la vieja que en cuclillas hace el guiso pobre para los perros, sin saber siquiera si pasarán los perros a comerlo. Basta con el placer de guisar.

En el silencio vertiginoso de esta mañana de agosto, cuando la luz es todavía verde, cada perro literario se lame su cipote y yo me doy saliva en las heridas, en las viejas cicatrices, consciente de que la batalla de la cultura sigue por ahí fuera, con ruido y furia, cada vez más lejos de mí, que escribo el escribir como el pintor abstracto pinta el pintar, luz gloriosa que amo, inicial o final, de una prosa o un lienzo que ya no dicen nada sino que son. Que mi palabra sea y yo me coma el guiso de los perros.

Francisco Umbral de "Un ser de lejanías" (2001)

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