martes, 14 de febrero de 2017

Cuento: Tamouré



Alguien fuma en la noche y mira desde la ventana los otros pisos de un barrio popular de Madrid. Era verano y la década del 6o no había hecho más que empezar. François Hardy cantaba "Tous les garçons et les filles" con un ritmo monótono y una cálida insistencia.


"Tamouré"
FRANCISCO UMBRAL

Al anochecer levanto la persiana de madera y me siento en el borde de la ventana. Hay que tirar fuerte para alzar la persiana, y sujetar luego la correa en algún clavo. Entumecida por el sol de todo el día, la madera se resiente y suena como una metralleta. Los chicos del barrio, allá abajo, se han reunido en torno de una guitarra. Adivino sobre mi cabeza el peso de los largueros enrollados de la persiana, pugnando, con breves quejidos, por descender de nuevo, verticalmente, como una guillotina. Aún se ven en la acera de enfrente algunas tiendas abiertas.

«Ha cruzado ya la frontera medio millón más de turistas que el año pasado en la misma fecha», decían los periódicos esta mañana. Se está bien aquí, cerca del tejado, cerca del aire azul de las alturas, escuchando, en lo hondo de la calle, el relámpago sonoro del cierre metálico de una tienda, la música incompleta de los chicos y su guitarra, los gritos mansos que se escapan de un diálogo sostenido de balcón a balcón, como una guirnalda de palabras, por encima o por debajo de mi ventana, en algún sitio que no alcanzo a ver. Y —rumor de mar cercano y distante— el rodar de los automóviles. «Ahora, tamouré.» Los de la guitarra van a tocar y cantar «tamouré». Debe ser el ritmo de este verano. La melodía de estos meses calientes y dorados. Conozco vagamente a los chicos del barrio. Son, supongo, los hijos de los porteros o los dependientes de las tiendas de los alrededores. Visten camisas mustias de diversos colores y pantalones vaqueros. Enciendo un cigarrillo en la oscuridad. Las fachadas que tengo frente a mí son ya una gran superficie plana y en sombra, constelada de ventanas con luz y ventanas a media luz. Cada hogar, con su pequeño sol doméstico. La vida en amarillo, la vida en casi blanco, en casi grana, en casi azul. «Medio millón más de turistas que el año pasado en estas mismas fechas…»

—Que toque David.

La guitarra debe haber pasado a manos de David. ¿La habrán comprado entre todos? Suelen sentarse a la puerta del garaje, en el suelo, muy cerca unos de otros. No rondan a nadie. Son chicos sin novia. Deben estar enamorados de Françoise Hardy, de cantantes o actrices francesas, americanas. De mujeres así. Tocan hasta muy tarde. A veces desafinan, a veces discuten.
«… que también Delita ha estrenado bikini, pero yo no me lo pongo porque creo que no me favorece y además no sé qué me da. ¿Crees tú que me favorecería a mí el bikini? Tampoco aquí ha hecho calor este año, y me parece que no lo está haciendo en ningún sitio, pero ya sé que dices que escribo unas cartas muy tontas de modo que voy a dejarlo y…» La carta debe estar en algún sitio, por la habitación, ahí dentro, en la oscuridad. El cielo está muy claro y las estrellas más cercanas son como señales indicadoras que quisieran llevarnos a no sé qué fiesta de verano. Sí, son como las primeras luces de una fiesta que no se puede precisar bien dónde suena ya o todavía. La luna, casi deslumbrante, aunque envuelta en una especie de quieta polvareda nocturna, está como de sobra en el cielo. Es una joya excesiva. Un regalo con el que nadie se queda. Cuando baje la persiana para irme a dormir, volverá a sonar en esta solitaria altura su ráfaga de metralleta, su canto de codorniz súbita. Han cerrado allá abajo todas las tiendas. Sólo queda abierto el pequeño bar. Vienen coches, casi siempre de uno en uno, del fondo de la calle.

Esta calle tiene dirección única.

Tamouré. Es una hermosa y recalentada palabra. Ta-mou-ré. Hay que pronunciarlo así. Asimilando el ingenuismo de la primera sílaba; poniendo un tibio mimo en el «mou»; dejando escapar el aire en el acento agudo. Suena a Caribe falso. A trópico de microsurco. Pero es bonito. Es fácil. Sabe a verano, a este verano, precisa mente, y hace compañía. Un ritmo monótono, una cálida insistencia. La vida en amarillo. Aquella familia, la familia de aquella ventana, va a sentarse en torno de la mesa. Cenan un poco tarde, por lo que se ve. Siempre cenan un poco tarde. La vida en casi azul. Hay dos hombres con las camisas abiertas, en la habitación de aquel primer piso. Padre e hijo, seguramente. Fuman, o charlan, o leen. Están inmóviles. Ta-mou-ré.

La vida en casi grana. El hombre en camiseta lee su periódico. La vieja del tercero se pone una bata sobre otra. La vida en casi blanco. Ha entrado una muchacha en esa estancia clara. Por un momento, la curiosidad, el deseo de retener su melena y su vestido alegre en el hueco de luz que limitan las hojas entornadas de la ventana. (Ellos cantan allá abajo.) Mas ha desaparecido el rectángulo blanco. La muchacha, al otro lado de la calle, ha hecho girar el conmutador. Hasta la fecha, medio millón más de turistas que el año pasado. Y en algún lugar del mundo —lo decían los periódicos de la tarde— se ha firmado un tratado, otro tratado de paz antiatómica. Estroncio-90. Dicen que el estroncio-90 conspira silenciosamente contra nosotros en la atmósfera. Ta-mou-ré. Ellos cantan Tamouré. Estroncio-Tamouré. ¿Es la ecuación de este verano? Saber que una mujer, cerca del mar o de la sierra, te ha escrito, me ha escrito, está escribiendo una carta. Para mí. O la escribió esta tarde, entre los pinos, frente a no sé qué mar, frente a ningún mar. Un papel doblado que viaja hacia mí dentro de la botella de la noche. «¿Crees tú que me favorecería a mí el bikini…?» Ellas son así, escriben así. Escriben como son. Forman parte del paisaje. No saben si el mundo, la naturaleza, las quiere desnudas o vestidas. Dudan siempre entre varias hermosuras. Dudas entre ser tú o ser otra. «Tampoco aquí ha hecho calor este verano y me parece que no lo está haciendo en ningún sitio.» Viven en el calor, en el frío. Son el frío y el calor. Pertenecen a esa patria cambiante que es el clima. «Continúa también en Polonia la ola de calor» —decían esta noche los periódicos. «El termómetro ha alcanzado los 43 grados centígrados al sol. Diez personas han ingresado en un hospital afectadas de insolación. Por otro lado, en el mar Báltico, donde nunca suelen registrarse temperaturas muy elevadas, el termómetro alcanzó los 21 grados centígrados a lo largo de las costas polacas y 24 en la bahía de Szczecin.» Esa gente está terminando de cenar.

—¿Habrán comprado la guitarra entre todos?

Son chicos pobres de barrio elegante. Tienen la melancolía ciudadana del adolescente desvalido que crece al costado de los automóviles suntuosos y las mujeres elegantes. Saben a qué huele eso, a qué sabe eso. Hijos de ujieres y mayordomos, heredan a veces la ropa cara de otros chicos de su edad. Ahora se han comprado una guitarra. Están como un poco presos en estas calles, en este barrio. Implantan un retazo de suburbio sobre la acera. Del suburbio donde serían libres y fuertes. Y comparten la música de los otros; comparten, en cierto modo, gracias a la música, el mundo de los otros. La música de una misma generación es el mar secreto y melódico que les une. Quizá, lo único o lo primero que les une. Sienten al unísono en la música. En esta música estival, mojada de sol, ronca de guitarras eléctricas. Rumor de mar cercano y distante, el rodar de los automóviles por la noche de la ciudad. El cielo está muy claro y las estrellas más brillantes son como las primeras o las últimas luces de una fiesta de verano. La luna parece sobrarle al cielo. Quién sabe si un papel doblado viaja hacia mí en la negra botella de la noche. Durante el día de ayer la temperatura alcanzó en el mar Báltico los 21 grados centígrados.

Se está bien aquí, cerca del tejado. Ya nadie charla de balcón a balcón. He dejado de fumar y, desaparecida la lucecita de mi cigarro, es como si yo mismo me hubiese diluido en la noche. Desleído en las sombras. La vida en amarillo. La vida en casi grana. Va quedando negra la gran fachada. Se apagan las luces de las ventanas. Huele, de pronto, a campo, sobre los tejados de Madrid. La calle, negra y profunda, es un largo desfiladero de cuyo fondo ascienden trasuntos de hoguera nocturna, de gasolina quemada. Huele a neumático y a vecindario la gran noche del estío. Huele, quizás, el aire del mundo, a estroncio-90. El amor, la sangre, el cáncer de pulmón, los virus, el mar, las savias subterráneas trabajan en el silencio, tejen este gran presente donde yo me hallo, donde nada viene a instalarse. Los chicos de la guitarra se despiden a voces. Ayer, 21 grados centígrados en el Báltico. ¿Y en las piscinas de Madrid, cuántos grados centígrados?

Esta mañana, en la piscina, había unos niños rubios, americanos, al cuidado de una señora bella y silenciosa. Había adolescentes con bañadores de todos los tamaños. De todos los colores. Y un fragor de agua azul y verde —agua de colores falsos— en el que se movían cabezas felices, torsos denodados. Una mujer de piernas levemente musculosas, tostada en un tono dorado y mate, paseó largo rato al borde de la piscina. Se ponía y se quitaba las gafas negras. Encendía y arrojaba cigarrillos. Estuvo tendida a pleno sol. Nadó brevemente. Luego, cuando se puso una bata para marcharse, me pareció que envejecía secretamente. Tenía una belleza un poco violenta. Nada de la belleza sedante, convaleciente, indecisa, que uno prefiere o necesita. Pero la contemplé durante un rato, con infinito alivio de no ser su galán. Satisfecho de poder verla y nada más. ¿No es, quizá, la forma mejor de fijar en uno mismo, sin destruirlo, aquello que nos seduce? Ella vivía en el pequeño edén circular de mi mirada, entre una vegetación de brazos y piernas al sol. Eva sin Adán. Eva adánica.

Luego se fue. Y la olvidé. Toda la tarde, toda mi tarde, con el recuerdo del agua en la piel. La piel y su memoria. Una tarde como las otras; buscando manantiales de penumbra. Hasta la gran laguna negra de la noche. Esta laguna en cuyo fondo, en cuyas orillas, trabajan las savias subterráneas, y los virus, y el amor, y la sangre, y el cáncer de pulmón. Ahora, recuerdo a la mujer dorada de la piscina. Hay que bajar la persiana. Se han ido los del Tamouré. «Tampoco aquí ha hecho calor este año y me parece que no lo está haciendo en ningún sitio.» Un automóvil, allá abajo. Otro. Ellas son así. Forman parte del paisaje. Pertenecen a esa patria cambiante que es el clima. «Continúa en Polonia la ola de calor.» Sigue encendida la luz en aquella ventana. Se diría que no la van a apagar en toda la noche. Me tiendo en la cama sin sueño. Volver mañana a la piscina. Un agua hermosa de colores falsos. ¿De qué color es el agua en el mar Báltico, en las costas polacas, en la bahía de Szczecin? Bañarse —¡oh…!—, en el Báltico, «… que también Delita ha estrenado bikini.» Ellas son así.

Mañana habrá que contestar a esa carta.

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